Pasaron 14 años desde aquella máxima coronación –con laureles incluidos– de la Generación Dorada del básquetbol argentino, heredera de lo que años antes habían contagiado jugadores como Milanesio y Pichi Campana. Ahí están, felices, satisfechos: Ginóbili, Pepe Sánchez, Scola, Chapu Nocioni, Oberto, Sconochini, Delfino, Montecchia, Herrmann, Leo Gutiérrez, Prigioni, el Colorado Wolkowyski, Gabriel Fernández, integrantes del mejor equipo argentino de la historia. Un equipo que comenzó a forjarse allá por el año 97, en el Sub-22 de Australia y que, ya de la mano de Rubén Magnano, había conseguido en el Mundial de Indianápolis 2002 otro de sus grandes hitos: romperle un invicto de 58 partidos al “imbatible” de los Estados Unidos, el DreamTeam. La Selección alcanzó la final de ese torneo, que perdió en la prórroga frente a Yugoslavia, tras un desarrollo ajustado y con fallos arbitrales polémicos. Dos años más tarde hubo revancha. Una nueva victoria sobre los EE.UU. –en semifinales– y entonces sí la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004, tras vencer en la final a Italia. A Magnano lo siguieron en el cargo Sergio Hernández y Julio Lamas. Este último suele explicar, entre las claves que dieron sustento a la Generación Dorada, que se trató de un grupo de jugadores que entendieron una cuestión esencial en los deportes de conjunto: “el equipo es sagrado y está siempre por encima de las individuales”. Tan sencillo como eso.