La noche del 30 de diciembre de 2004 comenzó el incendio. Y 2005 fue el año del dolor y el reclamo de justicia de las familias. Cromañón fue la fatalidad más anunciada de la historia, pero ninguno de nosotros la supo ver. No había modo de que no ocurriera, alguna vez, pero nos encaminamos hacia ella con la desaprensión de quien se siente inmune. El rock atado con alambre nos había acompañado en todos sus niveles, con funcionarios que miraban para otro lado, empresarios voluntaristas que minimizaban los riesgos, músicos demagogos que alimentaron el “aguante” de los fans sin adecuar la mística de la tribu a los parámetros del sentido común y algunos periodistas –este cronista asume su cuota de responsabilidad– que saludamos la futbolización del rock como fenómeno antropológico, descuidando los efectos no deseados de esa misa pagana con hinchas, banderas y bengalas. Cromañón fue el final de una fiesta suicida.