Si consideramos el papel que han tenido a la hora de crear las mejores bebidas del mundo, es un milagro que haya algún botánico sobrio.” La frase, encantadora, compra al lector al milisegundo de haberla visto en Botánica para bebedores, escrito por Amy Stewart y recientemente publicado en Argentina por el sello Fun&Food, de la editorial Salamandra. No es estrictamente un manual, aunque describe someramente los procesos de producción de un centenar de variedades de bebidas con alcohol e incluye decenas de recetas de tragos (algunos irreproducibles sin recurrir a productos importados). No es una guía, aunque pueda armarse una grilla de bebidas por probar a partir de él. Y tampoco es una colección de curiosidades, aunque Stewart las distribuya bien en cada apartado, y a veces den risa las explicaciones de, por ejemplo, por qué en inglés a la graduación alcohólica se le dice proof.

Lo que sí es Botánica para bebedores es una suerte de revelación: la de que una licorería es, en realidad, una huerta o un vivero transformados. Sea por fermentación o destilado, casi todo lo que nos metemos entre pecho y espalda, si tiene una mínima graduación alcohólica, salió de una planta y del bicho vivo más antiguamente domesticado: una bacteria.

Así las cosas, el libro recorre primero las plantas más populares para ser transformadas en alcohol, como la cebada --¡yay! ¡cerveza!--, la uva --¡mmm... vino!--, el trigo, la papa o el sorgo, que resulta ser un cereal muy usado para hacer birra y otras cosas en África y Asia. Después algunas plantas más raras para obtener escabio: la araucaria, por mencionar alguna relativamente cercana. Sigue con los vegetales que se usan para aromatizar bebidas, desde frutos secos y semillas hasta flores, hierbas y especias. Y finalmente --tópico fácil de imaginar para el bebedor social de boliches y demás-- lo que agregamos en los cócteles: más aromáticas, más flores, más árboles y frutos de todo tipo. Aquí incluso con algunos consejos de cultivo.

Entre las recetas de tragos, algunas llaman mucho la atención, como el Martini de lavanda. El único obstáculo que plantean es que se ofrecen con marcas particulares de bebidas, en general asociadas no sólo a una variedad de alcohol sino además a un tipo de sabor dado por un aromatizante específico que no siempre es tan común en el mercado (ni el local ni en el norteamericano ni en el europeo). La creatividad para reemplazar elementos faltantes, sin embargo, es marca registrada del buen bebedor. Y como explica bien Stewart, es un rasgo indispensable de cuantos hombres y mujeres dedicaron su vida a producir espirituosas. ¡Chin chin!