Con dirección de Daniel Marcove y texto de Mario Diament –dupla que ya ha compartido otros estrenos–, Moscú es una reelaboración de Tres hermanas. Un suceso fortuito llevó al periodista y dramaturgo a escribir una versión del clásico de Antón Chéjov que dejara bien al frente a Olga, Masha e Irina, en este caso los únicos personajes que aparecen en escena, con la interpretación de Alejandra Darín, Maia Francia y Antonia Bengoechea. A diferencia de otras versiones y adaptaciones, esta obra conserva características del texto original: “la época, las circunstancias, el escenario”, según ha enumerado el autor, que vive en Estados Unidos. Está sólo adelantada unos años. “Es una gran metáfora de los sueños”, define Marcove, en la charla con Página/12. 

  De la pluma de Diament, ya había dirigido Tierra del fuego, acerca del conflicto palestino israelí, y Franz y Albert, sobre un encuentro imaginario entre Kafka y Einstein. En rigor, los artistas comenzaron su “matrimonio” –como lo llama Marcove– en la década del ‘80, cuando él se abocaba fundamentalmente a la actuación y trabajó en dos obras del periodista. Tienen un vínculo “de mucho afecto, respeto profesional y amistad”. “Llevo más de ciento y pico de espectáculos y todos han sido estrenos de autores argentinos. El teatro es producto de la confianza y la generosidad”, subraya Marcove.

“Diament es un autor que tiene una palabra muy profunda y fértil. Yo amo la palabra en el teatro. El tiene una sabiduría para captar el mundo femenino, que es uno de los mayores capitales de este espectáculo”, elogia el director. El proyecto surgió porque una actriz mexicana asistió a un seminario suyo en Río Cuarto, Córdoba. Continuaron en contacto y ella lo invitó a dirigirla. Le propuso trabajar en una obra para tres actrices y Marcove se puso en contacto con Diament. La mujer no volvió a aparecer, pero ese “Moscú” suyo, ese deseo, derivó en este espectáculo que se presenta los viernes y sábados a las 20 en El Tinglado (Mario Bravo 968). Marcove dirige, además, Coronados de gloria, en la que también actúa, una historia sobre el himno nacional. Prepara dos estrenos: A la izquierda del roble, de Pacho O’Donnell, sobre Mario Benedetti, en el Centro Cultural de la Cooperación (agosto) y La herencia, de Andrea Bauab.

–¿Cuáles fueron las premisas de la dirección de Moscú?

–En mis obras, siempre el gran protagonista es el actor. También el espectador. Una parte del trabajo tenía que ver con encontrar los caminos orgánicos, más felices para el lucimiento de las actrices. Siempre parto del universo del actor. Desde allí aparece la puesta en escena. Recordaba lo que siempre cuentan los exiliados, que nunca deshacen las valijas, por eso el escenario está cubierto de valijas. Me parecía una metáfora rica y un mundo escenoplástico bello. El espectáculo tenía que tener una delicada belleza y una gran expresividad; ser como un electrocardiograma emotivo. Me dejé llevar por mis impulsos sensibles. Mario pudo captar con gran sabiduría el mundo de Chéjov, sintetizarlo en estos tres personajes. Me interesó esa especie de buhardilla de esas tres, que tienen sus ritos y una comunión tan profunda. Desde allí se despliega su universo de deseos, frustración, amor. Es un vínculo entrañable.

–Las une el deseo de partir a Moscú, pero el espectáculo exalta las diferencias que hay entre ellas.

–Al mismo tiempo pareciera que las tres conforman una. El espectáculo está lleno de grandes y pequeños temas: los vínculos familiares, el amor, las elecciones, las frustraciones, la violencia, la violencia de género, el deseo y la necesidad de trabajar, el contexto social y político. Toca teclas sensibles y emotivas y tiene un delicado humor. Con la coreografía y la música, traté de oxigenar ese universo a veces oprimente de una realidad tan dolorosa.

Moscú es una gran metáfora sobre los sueños, sobre aquello a lo que uno aspira y muchas veces no alcanza. Una metáfora dolorosa. Las ilusiones son material muy sensible. La gente del teatro vive de eso. El espectáculo es un gran homenaje a la ilusión. El teatro es una profunda ilusión, y tiene lo intenso y efímero que tiene la vida. 

–¿En qué aspectos cree que el espectáculo mantiene el espíritu de Chéjov, y en cuáles se distancia?

–La maravilla es que, cuando leí el material de Diament, no extrañé nada. Al contrario, agradecí la síntesis. La posibilidad de que sólo fueran ellas tres me abrigaba mucho la idea de la ilusión. Uno se imagina a todos los otros personajes, que son nombrados; habitan ese universo también. Me parecía una gran síntesis que tomaba el carozo más profundo de la obra. 

–¿Trabajaron sobre cómo el espectáculo conecta con su época, al poner en primer plano a tres mujeres?

–Eso nos seducía y estimulaba mucho, más allá de la riqueza de la obra. En un momento en que el mundo de la mujer tiene tanta vigencia, estábamos contentos de narrar ese universo y participar con este espectáculo de un movimiento importantísimo y muy necesario que se está produciendo en nuestra sociedad y en el mundo. A veces, justo un espectáculo coincide con ciertas circunstancias sociales y políticas. Pero el teatro no es territorio de especuladores, sino de apasionados. A veces, la pasión coincide con un montón de cosas y se da este misterio maravilloso, de que el público sienta una necesidad y una comunión con eso que estás contando.