De Love Story a la reciente Todo, todo –por citar apenas un par de ejemplos made in Hollywood–, los romances adolescentes truncados por alguna temible enfermedad configuran un espacio con reglas (y formas de producir lágrimas) propias. El caso de Amor de medianoche es particular: se trata de una remake de un exitoso film japonés, dirigido por Norihiro Koizumi en 2006, que elimina de la ecuación dolencias más o menos comunes, confrontando en cambio a los jóvenes amantes a las consecuencias de la xeroderma pigmentosum, una rara condición genética que impide que el organismo repare los daños generados en la piel por los rayos ultravioletas (los números afirman que su incidencia poblacional es un poco mayor allí en Japón). Consecuencia narrativa: la protagonista no puede salir de su casa durante las horas de sol, confinada a su castillo de vidrios polarizados como Rapunzel en eras pretéritas, a la espera de que algún muchacho caballeresco la rescate de ese pozo insondable llamado soledad.

Allí se acaban las particularidades: la película de Scott Speer (el realizador de Step Up 4: La revolución, otro largometraje teledirigido al público teen) tilda todos y cada uno de los ítems de un típico producto masivo fabricado con normas de calidad profesional, y un formato de molde único. Vehículo para la actriz y cantante Bella Thorne –que con 20 años cumplidos ya tiene una extensa carrera en las pantallas de cine y tevé–, el relato pasa de la descripción de la vida cotidiana de la pobre Katie, siempre apoyada por un padre súper comprensivo y una amiga del alma de pura cepa, al primer encuentro con Charlie, el chico dulce y sensible que debió abandonar una carrera en la natación profesional por un accidente (Patrick Schwarzenegger, el hijo de Arnold). Conversación va, conversación viene (siempre de noche, claro está), y luego de algún primer beso bajo la luz de las estrellas... se ha formado una pareja, marcada por el ocultamiento de la dolorosa verdad. Katie no se atreve a confesar su enfermedad, temerosa de perder todo aquello que acaba de descubrir: el amor.

Por supuesto, la chica no sólo toca la guitarra, sino que además canta bastante bien, y la película desparrama tres o cuatro momentos musicales a la vieja usanza, con notorio lip synching y planos de reacción de terceros incluidos. Más temprano que tarde la Cenicienta vampírica deberá gritar “A correr que sale el sol”, dando inicio al tercer acto y poniendo en funcionamiento la parte agria del romance, cuando las cartas se van revelado y los estudios médicos comienzan a indicar una aceleración de los síntomas poco promisoria. Hay planos “bellos” de los chicos abrazados en la playa (¿quién prendió esa improvisada fogata si ninguno de ellos fuma?), otra subtrama de amor que parece diseñada para rebajar el fulgor carilindo de la dupla central, y una obsesión –que sólo puede ser definida como publicitaria– por evitarles a los personajes la posibilidad de transitar el dolor y el duelo: el llanto es obligatoriamente cortado en seco por el mensaje “inspirador” y un legado musical que, más allá del voluntarismo emocional, no puede ser sino efímero.