El teléfono suena en su estudio. El productor de un programa radial de Córdoba le ruega que acepte salir al aire al conocerse los resultados finales del último censo nacional. "Bueno, dale", contesta sin mucho entusiasmo.

‑‑Finalmente se confirmó que Córdoba tiene más habitantes que Rosario. ¿Qué opina? -‑preguntó el periodista de radio.

-‑¡Jódanse! -‑contestó, lacónico, y las risas estallaron en el estudio de radio.

"Los rosarinos somos creativos, a falta de paisaje Rosario tiene lindas minas y buen fútbol. ¿Qué más puede pretender un intelectual?". Esa era su respuesta cada vez que le preguntaban por qué vivía en Rosario, hecho que, por otra parte, no es demasiado curioso. Un millón doscientas mil personas habían tomado la misma determinación. 

Le encantaba vivir en un barrio de zona norte con chalets californianos, con parques amplios, calles arboladas, tránsito escaso y ese aire particular que viene desde el río Paraná. "Rosario -‑explicaba a los forasteros-‑, es como una Buenos Aires pero afortunadamente más chica. Soy uno de los tantos rosarinos que anhelan, egoístamente, que no seamos millones. Nadie ha podido explicarme cuál es la ventaja de ser muchísimos, dónde radica el beneficio de ser como San Pablo, o el Distrito Federal.

A diferencia de otros artistas que emigraron de la ciudad para instalarse en Buenos Aires, la meca elegida para crecer y desarrollarse, como pasó con muchos artistas, él hizo algo infrecuente. Era una celebridad a la vuelta de la esquina. No hubo un momento en que decidió quedarse a vivir para siempre en la ciudad, por la sencilla razón de que siempre le pareció natural estar en el lugar donde estaba. Se lo permitía su tipo de trabajo: enviaba sus chistes gráficos al diario Clarín, a través de la corresponsalía ubicada en la peatonal Córdoba, luego a través del fax de su estudio y finalmente desde su computadora personal. Un humorista ‑-decía-‑ puede estar en cualquier lugar del mundo y su trabajo no cambiaría, porque el lenguaje del humor es universal.

Había también otros motivos más terrenales para quedarse acá. "Desde la época de las lavanderas ‑explicó en tono de historiador trucho rosarino‑, nuestras señoras han debido bajar hacia el río, descender hacia el Paraná por calles empinadas como Laprida o Rioja, lo que las obliga a echarse hacia atrás buscando el equilibrio, comprimiendo los glúteos, tensando los músculos del estómago y sacando pecho, para sostener, además, el canasto de ropa sobre sus cabezas. Los resultados están a la vista, mis amigos, aunque no todos al alcance de la mano".

Su amigo Caloi hizo una ajustada descripción ambiental de Rosario: "Es como un gran suburbio de sí mismo: extensísimas calles con cuadras y cuadras de casas bajas, parejas todas, y como para que ninguna de ellas se engrupa, gran proliferación de cortadas que las parten por el medio. Está poblada por descendientes de italianos que, en vez de quedarse en Italia comiéndose las heces (las heces, con h y con c), emigraron, y vinieron a comerse las eses (sin h y con s) a Rosario. Y así se vive en Rosario. Sencillamente".

El paisaje y la idiosincrasia no permiten fanfarronadas; es como si no hubiera de qué agrandarse. El Negro Fontanarrosa adhería a ese culto.