El rostro macizo y duro se le ablanda por un instante cuando vuelve a encontrarse con alguno de esos detalles inaccesibles que logró capturar. Cualquiera de las historias que comienza a narrar, atravesadas por silencios reveladores y repletas de giros inesperados, logra transformarlo. Los pliegues gruesos de su frente se ensanchan hasta perderse en la cabeza calva y redondeada, los ojos celestes y diminutos se iluminan y esconden el bigote canoso, ancho, prolijo. La sonrisa amplia carraspea y vuelve a su tono sobrio. La mutación puede activarse con los sonidos metálicos dentro del búnker del Batallón 601, el olor que recubría la necropsia del cantante Rodrigo Bueno –en la que se infiltró haciéndose pasar por perito de parte–, la mirada putrefacta que dispara el torturador atada a la bolsa que le cuelga del estómago para contener los desechos de su cuerpo. Ricardo “Patán” Ragendorfer, el hombre que describió los movimientos intestinos de la “Maldita Policía”, que se inmiscuyó entre delincuentes, comisarios, dealers, asesinos y torturadores para narrar sus complejidades, que guarda nombres y fechas con la precisión de un fantástico archivo enciclopédico, el “jefe” del periodismo policial argentino –como lo llaman los de su raza–, es en el fondo un incansable coleccionista de detalles. 

Apostado en una de las esquinas del bar porteño Aconcagua, en el que se mezclan un reggaeton a todo volumen con los cuadros de Evita y Perón, Ragendorfer despliega el mapa de historias que pergeñó en los últimos años: un recorrido por el infierno de las zonas aún ensombrecidas de la última dictadura militar y la intimidad de los genocidas que intentan escapar de la justicia. El último de esos eslabones es su libro El otoño de los genocidas. Antología de crónicas periodísticas 2008-2017 (Punto de Encuentro, 2017), en el que reúne las notas que publicó durante ese tiempo en los diarios Tiempo Argentino y Miradas al Sur y en el portal Nuestras Voces, con un objetivo claro: desnudar el presente de aquellos que perpetraron el Terrorismo de Estado y se ocultaron silenciosos entre las sombras. 

“Existe la creencia de que no hay que darles el micrófono a los genocidas, que para mí es una imbecilidad. Hay que dejar que hablen, porque hasta cuando hablan del clima demuestran quienes son”, dice Ragendorfer sobre el trasfondo de esas crónicas en las que se entrelazan escenas siniestras como la del ex general Alberto Harguindeguy invitándolo a tomar el té en su casa, mientras arrastraba una extensa lista de causas penales por delitos de lesa humanidad, o la detención en Bolivia del ex teniente Luis Beraldini –conocido como “El carnicero de La Pampa”–, esperando con tranquilidad a su familia en un aeropuerto. “Estar en contra de darles micrófono se hace sobre la creencia de que los genocidas y los represores son seres monstruosos, y son seres ‘normales’ que compran facturas, le cocinan a sus esposas, acarician a sus hijos. Después se van a torturar y vuelven como si se tratara de cualquier otro laburo. Y eso es lo que justamente los hace aún más monstruosos”.  

El voluminoso trabajo de archivo sobre el que se asientan las casi veinte crónicas de El otoño de los genocidas, escritas mientras Ragendorfer se desempañaba como investigador dentro del Archivo Nacional de la Memoria, permite reconstruir con una nueva claridad el entramado laberíntico de aquellos que estuvieron encargados de administrar el terror durante la última dictadura militar. Un método de trabajo que acuñó como sello propio y que se disparó en incontables direcciones. A la par de este libro, publicó recientemente Crónicas de la vida turbia (Ed. Desde la Gente), una antología que reúne sus relatos ambientados en el mundo del hampa, la delincuencia y las intrigas palaciegas. A lo largo de esas páginas se va develando la minuciosidad con la que diseccionó los cientos de historias que lo definieron como un periodista que ya posee su propia saga dentro del policial argentino: desde el extravagante primer caso de gatillo fácil –consumado durante la dictadura de Onganía– y los pasos del “Ángel Negro” de los suburbios, hasta su inmersión cinematográfica en la necropsia de Rodrigo y la vida del hombre que se propuso vengar la muerte de Héctor Benigno Varela, el fusilador de mil quinientos obreros rurales en La Patagonia. 

Entre burócratas y traidores

El periplo de Ricardo Ragendorfer dentro del periodismo se inició a mediados de los setenta en la revista mexicana Interviú –dirigida entonces por Carlos Ulanovsky–, mientras vivía exiliado en ese país como militante de la Unión de Estudiantes Secundarios. Allí aprendió una lección embebida de bohemia que hoy repite con cierta resignación: “los diarios y las revistas se hacen en los bares”. No había pasado por ninguna escuela de periodismo, llegó hasta allí empujado por la fascinación que le producían los libros de Rodolfo Walsh y Truman Capote y también las historias amarillas y espeluznantes que de chico leía en el diario Crónica. “Me lo compraba todos los días y repasaba una y otra vez los policiales –recuerda–. Lo que en ese momento era un género bastardo o menor, terminó por convertirse en una cosa de culto”. Pero todavía le faltaban algunos años para sumergirse por completo en ese territorio signado por la sangre y las balas. 

Patán Ragendorfer, como lo apodan desde chico por el sonido ahogado de su risa, que lo emparienta con el perro animado de Los Autos Locos, regresó al país cuando la dictadura estaba por terminar. Y encontró su lugar en las redacciones de las revistas El Porteño y Cerdos & Peces, para luego recalar en el diario Sur, donde se forjó como periodista de policiales. En aquellas publicaciones llevó adelante las secciones “De profesión delincuente” y “Vidas ejemplares”, un compendio de relatos en los que les daba voz a especialistas en salideras, mecheras y barrabravas y reconstruía la vida de viejos pistoleros como Juan José “Pichón” Laginestra, el mítico ladrón de bancos. “En aquel momento era imprescindible que uno llegara hasta la escena del crimen, que tuviera el registro de esa situación antes de escribir. No era sino el informe de una aventura. Ahora no hay aventuras –sentencia Ragendorfer–, la mayoría de los diarios están escritos por burócratas que no se levantan de su escritorio”.

–¿Cuál es entonces su percepción sobre el estado de la crónica policial en el país?

–El género policial en Argentina está atravesado por dos grandes problemas: por un lado, la irrupción del subgénero de la “inseguridad”, que es algo tóxico, y por otra parte está intoxicado por el advenimiento de las nuevas tecnologías que, en vez de renovar el género, de algún modo lo banalizan, reducen cualitativamente la potencia de una crónica. Ahora se calcula que una crónica debe ser leída en tres minutos para que el lector pueda mantener la atención. Hay una relación “pavloviana” con los lectores. Lo que antes era un epígrafe ahora se convirtió en una nota. 

–¿Dónde radica esa potencia de la crónica policial?

–A mí lo que siempre me fascinó de las historias no es el esclarecimiento de los hechos. Lo que me interesa son los personajes, los colores, las circunstancias, las frases, es eso lo que va hilando las historias, y ese súbito toque de humor que siempre sobrevuela las tragedias humanas. Es la misma diferencia que existe entre ir al lugar del hecho, explorar la historia, o levantarla de Internet. La misma diferencia que hay entre tener relaciones carnales o virtuales. Ahí se gana o se pierde esa potencia de la que hablamos. 

La posibilidad de contar una historia verídica recubierta con elementos de la literatura se transformó rápidamente en su objetivo como periodista. Fue trabajando sobre los datos para envolverlos con esas texturas propias que solo pueden ser captadas por los sentidos, y que sabía eran necesarias para conmover al lector. En esa línea fue inscribiendo su marca de distinción, que se condensa en otro de los puntos cardinales de ese mapa de historias que vuelve a poner sobre la mesa: su libro Los Doblados. Las infiltraciones del Batallón 601 en la guerrilla argentina (2016, Penguin Random House), una investigación que enlaza con exactitud milimétrica las operaciones de inteligencia del Ejército Argentino sobre los movimientos guerrilleros. Y que obtienen una inusitada dimensión de intimidad al estar ordenadas por la cotidianeidad de Jesús “el Oso” Ranier –un delator infiltrado por el Ejército Argentino dentro del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP)–, y del mayor Carlos Españadero –el enlace a través del que eran filtrados los movimientos del ERP–, quien funcionó como una pieza clave en la desaparición de decenas de militantes y en la masacre producida luego del ataque al Batallón de Monte Chingolo, el último de los escalones que le permitieron a las Fuerzas Armadas hacerse con el control de la Argentina. 

“Había dos maneras de encarar el tema de los infiltrados. Por un lado, existía la posibilidad de hacer un amasijo de datos y casos. Pero me di cuenta que la historia debía tener la estructura de un thriller. El “Oso” Ranier, que termina siendo el personaje protagónico, no era un desconocido. Por eso mi misión no era revelarlo sino explorar su vida y su intimidad. Y luego tenía el vaso comunicante, el mayor Españadero, que va recorriendo todo el libro como un fantasma apenas disimulado”, dice Ragendorfer, y parece inevitable que vaya abandonando su lugar de entrevistado para convertirse otra vez en el narrador de esos terrenos atroces, sostenido en su vozarrón calmo, un añejado cóctel de tabaco, whisky y café. “Me interesaba explorar la figura del traidor. La traición atraviesa la historia humana en todos los tiempos, desde los grandes episodios y tragedias hasta la vida del consorcio de un edificio, la vida de los estudiantes de séptimo grado de no sé qué escuela. Ese era una de los temas todavía sin saldar de la historia reciente. Ése es el fondo de este libro”. 

Mentira la verdad

Durante los últimos años, las investigaciones de Ragendorfer se vieron entreveradas con un pedido inesperado. La editorial para la que estaba trabajando Los Doblados le propuso que escribiera una novela. Hasta ese momento, jamás había intentado inmiscuirse en los terrenos de la ficción, pero el desafío le pareció interesante. “Creo que la literatura no se trata de construcciones abstractas como los cuadros de Kandinsky –explica–, sino de recuerdos y lucubraciones que pueden ser manipulados, hechos que se pueden cambiar”. 

El encargo tenía un único requisito: la novela debía estar inspirada en un caso real. Y Ragendorfer decidió ambientar su nuevo mundo en el enigmático crimen de Nora Dalmasso, considerado el mayor misterio de la historia criminal argentina de los últimos veinticinco años. El resultado fue La maldición de Salsipuedes (2016, Ediciones B), una historia que también comienza cuando una mujer es encontrada muerta en su habitación, pero que en este caso, a través de un intrincado rompecabezas signado por la corrupción en un pequeño pueblo de Córdoba, dejará al descubierto a su asesino. “Mi intento no fue resolver por la vía de la ficción lo que no se podía resolver en la realidad –señala Ragendorfer–, sino inventar una historia que tuviera un final verosímil. En la ficción, lo único que uno tiene que hacer es escribir una historia que sea verosímil, y como decía Arlt, que le pegue al lector un par de trompadas en la mandíbula”. 

–¿En dónde cree que se asienta la verosimilitud de una historia?

–No lo sé exactamente. Hay historias de Hans Christian Andersen, de Walt Disney, que son verosímiles. Uno siempre se pregunta si la vida imita a la literatura o la literatura imita a la vida. Es incontestable, pero sí creo lo siguiente: el secreto de escribir una ficción es que parezca algo que realmente sucedió, y el secreto de una no-ficción, es hacerle sentir al lector que lo que está leyendo es en realidad una novela. 

–El último de los casos sobre los que investigó y escribió, el de Santiago Maldonado, dejó al descubierto esa posibilidad de hacer indescifrable la realidad a través de la ficción, con las incontables hipótesis que se fueron tejiendo hasta que apareció su cuerpo.

–Fue un hecho que sacudió y llenó de nerviosidad todo el aparato de comunicación, al punto de que empezaron a disparar versiones cada vez más inverosímiles: que estaba en Chile, que había entrado en un negocio de Rosario, que un puestero lo había acuchillado, y finalmente al descubrirse que se había ahogado, dijeron “ya está”, cuando no hay nunca una muerte accidental en medio de una represión atroz y desaforada como la que hubo ese día. Para mí sigue siendo un crimen de estado, que de algún modo inauguró, oficializó, desenmascaró, el lado más brutal del macrismo. La dictadura era un sistema cifrado en el exterminio, y lo que hay hoy es una especie de exterminio en goteo, amparado en un enorme beneplácito que existe en parte de la sociedad ante los hechos aberrantes que suceden cotidianamente.

–¿Por qué cree que una sociedad logra justificar e incluso defender una situación como ésta?

–Me hace pensar en un concepto que desarrolla un sociólogo portugués que se llama Boaventura de Sousa Santos, que habla de “fascismo societal”, muy vinculado con esto de la “posverdad”. A diferencia del fascismo que brotó en la Europa de primera mitad del Siglo XX, impulsado por un partido o régimen, este es un fascismo pluralista, donde no hay jefes. Es el fascismo que surge en las filas de los bancos, de los taxistas, de los que ni siquiera saben lo que es el fascismo, pero lo respirás todo el tiempo. Y la “posverdad” tiene que ver con esta guerra judicial, donde se reemplaza la antipática doctrina de la seguridad nacional por una especie de triple alianza entre los sectores más conservadores de la política, la justicia y los medios. En este escenario, el robo de un celular causa más odio que el robo a los jubilados con la reforma jubilatoria, o que un delito aberrante.