Estamos todos tan serios durante tantos minutos, durante tantos comentarios pesimistas, durante las críticas a tantos nombres propios y durante tantas anécdotas de la barbarie frente a Croacia, que cuando en plena madrugada vamos caminando por el carril rápido de una avenida y los autos nos pasan raspando a toda velocidad en un suburbio perdido de Niznhi Nóvgorod, comenzamos a reír hasta del más mínimo chiste. Como si supiéramos que tocamos el más crítico de los fondos, los cinco periodistas argentinos que vamos buscando la estación de trenes comenzamos a soltar carcajadas estúpidas en el medio de un velorio. No cenamos, no sabemos por dónde vamos, caminamos bloqueando la calle, está amaneciendo, llevamos casi dos días sin dormir y, sobre todo, sentimos que acabamos de quedar eliminados del Mundial. “Peor que esto no nos puede ir”, dice uno de los compañeros. Un rato después, el único local abierto de la ciudad, un desolador Mc Donalds enfrente de donde nos toca tomar el tren, nos cierra la puerta en la cara. No nos enojamos más. Uno va a comprar chocolates, porque a esta altura de este día de este maldito Mundial, sólo podemos mejorar.

La sala de espera para abordar el ferrocarril es un campo de batalla de almas en pena que perdieron la pelea. Los argentinos se desparraman por la estación como cuerpos desfallecientes, en posiciones insólitas, buscando en vano algo de amor mullido entre las ásperas mochilas y las gélidas baldosas. Las miradas son de condolencias. Un rato después, un tipo putea a Sampaoli y revolea una valija. Vienen dos policías rusos con cara de malos y la cosa se calma. El problema ocurre cuando estamos por ingresar a nuestro vagón y en la fila casi todos son croatas. Sí, esos que nos acaban de sepultar. Encima uno se adelanta en la fila y su pasaporte lo delata: nacido en Zagreb. Juntamos bronca y subimos al tren con ganas de putearlo en caso de que esté en nuestro camarote. Peor que esto no nos puede ir. Sin embargo, aparece un guiño: nos acompañan un camarógrafo y una cronista búlgara que no solamente intentarán darnos ánimos, sino que luego de eso no volverán a pronunciar una palabra del partido en todo el viaje.

La espera de Nigeria se hace larga. La ducha y el almuerzo han separado a todos de esa identidad zombi que bajó con nosotros desde la tribuna del estadio de Niznhi hasta la llegada a Moscú. Sin ganas de seguir batallando con los mozos rusos, acaso merecedores de una crónica exclusiva sobre su labor, nos empotramos a masticar nervios en la terraza de un local de comida rápida. En eso lo vemos pasar a él. De refulgente remera azul, lentes de moda y largo cabello enrulado y mojado, como una aparición celestial, como un jesús cafetero, René Higuita se materializa para hablar de fútbol en el medio de un pedazo perdido del barrio de Arbat. “Ustedes corrieron mucho y muy mal contra Croacia. No se puede estar peor. Ahora hay que gambetear más y correr menos. El fútbol de ustedes es eso, hermano, gambeta”, nos enuncia y desaparece.

Ni esos dos suizos que con cara de galanes charlan con cuatro rusas, ni los dos iraníes que comparten un shawarma con un luxemburgués, ni tan siquiera el barman escocés y mucho menos la parejita local que se besa sobre un banco saben lo que está pasando entre esos ojos y ese monitor. Los nervios ya traicionaron a la siesta y se fueron a sentar a la barra de un bar. El plan es concreto: o conseguimos que Nigeria nos devuelva alguna ilusión o logramos que la cerveza nos haga menos duro el golpe. Peor que esto no nos puede ir. Hay cuatro pantallas pero nadie mira. Una vida y mil vidas están ahí, pendientes del hilo del destino, pero estos tipos nada. Un rato después, cuando se grita sonoramente el tanto de los africanos ante Islandia, todos y cada uno de esos voltean la cabeza. Estábamos por irnos de gira, sabrán entender.

Nos mandamos mensajes con cautela, pero con felicidad. “Esto es un cuento”, dice un músico amigo. En el medio de la escritura de nuestras crónicas, sin darnos cuenta, empezamos a relojear los pasajes de tren por si aparece el milagro. Porque sentimos que tocamos fondo, que traemos el corazón roto en la mano, que ya lloramos, que ya nos fuimos, que ya nos reímos de los nervios y de la impunidad de la impaciencia, que ya nos vimos volviendo tristes, que revivimos el 2002 y que sabemos que todo lo que pasó y todo lo que viene pasando nos invita a pensar que esa clasificación no llegará, pero como desde anoche peor no nos puede ir, desde allí, y con mucho trabajo, llevamos con nosotros al menester de la esperanza. Y usted entiende, querido amigo, como es lo último que se pierde, acá nada está perdido.