“La narración alivia la pesadilla de la Historia”. La frase de Ricardo Piglia es parte del epígrafe que eligió la arquitecta y escritora Marina Lassen para El cuerpo no calla (Notanpüan), una excepcional novela autobiográfica en la que explora lo que significó que a los 36 años le diagnosticaran el Mal de Parkinson, una enfermedad neurodegenerativa que la marginó “del mundo de los sanos”, que la condenó a ser para siempre “la diferente”. “Mi mayor deseo era parecer nativa, como todos los demás, no extranjera. Así me sentía, una extranjera en mi cuerpo, portando mi nueva nacionalidad a cuestas: Parkinson”, confiesa Lassen al comienzo de un libro donde el cuerpo y la voz necesitan hablar. Ese cuerpo-voz no para de hablar, como si quisiera sortear esa timidez que desde chica la transformó en la distinta que quería ser “igual a todos”. Ese cuerpo-voz aprende a observarse y a interpretar viejas señales que no había podido descifrar a tiempo.

El registro de la enfermedad llegó cuando nació su segundo hijo. Pero hubo mensajes que ella no quiso o no supo escuchar. Como cuando estaba de vacaciones en las Sierras de Córdoba y alguien le preguntó por qué no balanceaba el brazo izquierdo cuando caminaba. “Nunca me había dado cuenta, pero naturalmente, me colgaba vertical. Mientras el resto del cuerpo acompañaba cada paso, mi brazo izquierdo parecía un niño encaprichado que no pensaba hacer lo que se esperaba de él. Yo no sabía que no balancear un brazo ya era un síntoma de Parkinson, y a mí me afectó primero el lado izquierdo del cuerpo”, recuerda Lassen en la novela. La narradora se mira en el espejo de su abuela materna Esperanza, que salió con su familia de Rusia, salvó su vida de milagro en 1921, y resistió mil peripecias. La ex Mujer Maravilla que creía que podía dominar la situación tiene una voz apenas audible. Nunca eleva el volumen, como si temiera perturbar la armonía de los objetos que la rodean. Ni siquiera habla más fuerte cuando se toca la parte derecha de la cabeza para señalar el lugar donde la operaron. En octubre de 2015 decidió someterse a una riesgosa cirugía: le colocaron un estimulador subtalámico para detener el deterioro de la enfermedad. Marina sonríe y su risa que huele a sol de invierno celebra el hecho de que ha ganado una pequeña batalla al mejorar su calidad de vida. 

“Ya no espero que aparezca alguien con la varita mágica y me cure (...) La enfermedad me acompañará para siempre, así que es cuestión de conocer los recursos que tengo a mi alcance para vivir lo mejor posible. Así como mi abuela se adaptó a su nuevo país, yo puedo hacer lo mismo en el mío”, admite la escritora. Lassen (Buenos Aires, 1966) eligió un cuadro titulado Angst del pintor uruguayo José Luis Parodi, también afectado por el Parkinson, para ilustrar la tapa de El cuerpo no calla. La pintura comparte un aire de familia con El grito de Edvard Munch, pero la angustia del cuadro de Parodi remite más a “Los heraldos negros” del poeta peruano César Vallejo, como si “la resaca de todo lo sufrido/ se empozara en el alma”. La autora de Palabras pintadas (2014) y el aún inédito libro de relatos Pasajero cuenta que sus abuelos paternos eran nórdicos. El abuelo Lorenzo vivió en el Norte de Noruega, casi el fin del mundo, dentro del Círculo Polar Ártico, en un pueblo diminuto: Vadso. “Cuando lo ubiqué en el mapa no me parecía posible que ahí hubiera algo más que nieve y hielo”, revela la escritora. “Cuando leo los cuentos del noruego Kjell Askildsen, siento algo familiar”, reconoce Lassen en la entrevista con PáginaI12.

–Hacia el final de El cuerpo no calla, afirma que escribir le cambió la vida. ¿En qué sentido?

–Desde que me diagnosticaron el Parkinson entré en una vorágine de sensaciones. Los primeros tiempos fueron los peores y tuve las reacciones típicas de cualquier duelo. Primero quería luchar contra eso y hacía gimnasia, bailaba, hacía yoga... finalmente cuando me cayó la ficha me agarró un insomnio feroz y no podía dormir. Y en una de esas noches me empezaron a aparecer palabras y empecé a escribir por la angustia que estaba viviendo. Yo escribía y no tenía idea de lo que hacía. Después me di cuenta de que con la escritura pude recuperar el sueño. “Esto tiene que ser bueno”, me dije, porque ya sabía que me hacía mal estar despierta. La dopamina se produce cuando uno duerme, entonces con el insomnio yo estaba haciendo todo al revés. Escribir me hizo recuperar mi relación con el sueño y también con el hecho de quererme y aceptarme como imperfecta y vulnerable. La escritura me permitió comunicarme con los demás porque yo me había aislado y sentía que estaba sola en el mundo.

–Escribir la conectó también con los posibles lectores, ¿no?

–Sí, yo me daba cuenta de que quería que alguien leyera lo que estaba escribiendo. Me acuerdo de que no tenía idea de lo que era un blog, pero alguien me dijo que había un foro de Parkinson y cuando entré para ver los textos me parecieron que eran muy negativos, como si se ocuparan solo de la parte sombría de la enfermedad. Entonces decidí empezar un taller literario y llevé los materiales que tenía escritos, que forman parte de algunos capítulos del libro.

–¿Qué cuestiones personales descubrió mientras escribía y qué libros de carácter autobiográfico la ayudaron a encontrar el tono? 

–Me di cuenta de que me estaba identificando con la historia de mi abuela materna, Esperanza, que es la traducción de su nombre en ruso: Nadyezhda. Un libro que me gustó mucho y me ayudó a escribir fue Árbol de familia, de María  Rosa Lojo.

–El cuerpo no calla se podría definir como la historia de su Parkinson, pero el tema parece ser la excusa para volver a pensar en sus orígenes.

–Es exactamente eso, tal cual. Yo me sentía exiliada del cuerpo y no me reconocía en el espejo. Y me reconcilié volviendo a mis orígenes cuando decidí viajar a Rusia. En El cuerpo no calla, el cuerpo vendría a ser la cara visible del ser. No somos lo que se ve. Volver al origen me permitió reencontrarme conmigo misma, porque esa identidad no está enferma. Ese es mi anclaje y me hizo sentir mucho mejor y no tan exiliada. Cuando llegué a la casa donde vivió mi abuela Esperanza en San Petersburgo, comprendí por qué ella decía que venía de tan lejos. No es solo otro país, es otra cultura y otra ideología, que cuesta mucho entender. Después me di cuenta de que no había que buscar afuera; había que buscar adentro, más cerca.