No hay pretensión académica en lo que aquí se ensaya. Aunque tal vez sí la exploración de un rigor distinto. Y tal vez también por ello la argumentación que esbozo se expande no de manera lineal sino en espiral. Helicoidal: todo avance es al mismo tiempo un retorno, aunque en otra elevación. Un descenso y ascenso del alma por la belleza, en libre asociación, en caída libre, con el decisivo tratado de Leopoldo Marechal al que Bonadeo y yo siempre volvemos en nuestro dialogar continuo.

Así al menos lo alienta el peregrinaje –ése es el término– de Pacha kutiq wanka. No un proyecto sino una deriva. O un desvarío. En el que confluyen dos delirios. El de una museotopía –Micromuseo– y el de una utopía artística: Martín Bonadeo y sus casi veinte años de exploraciones tecnológicas para la recuperación de lo que la tecnología proclamadamente tritura. La experiencia del aura.

Pero esa conjunción es inspirada por un delirio tercero, más primitivo, más radical. El de la prédica comunitaria de un arte otro que los seguidores del Padre Ugo de Censi esparcen de manera casi anónima entre algunos de los pliegues más ocultos de la sociedad peruana: cárceles, barriadas, alturas. Varios de ellos –en particular Angelo Colombo e Israel Tolentino– nos acompañaron en el divagar concreto de una obra que es sobre todo una ilusión. Experiencial: un “andar entre los cerros”, por decirlo adelantando algunas palabras proféticas inspiradoras también de este texto. 

Ese andar, ese divagar, propone geografías excéntricas. El apelativo quechua con que Bonadeo da nombre a nuestro llamado alude, en último término, a la sacralidad arcaica de ciertos monolitos andinos, grandes, erectos, impresionantes (wanka), enclavados en la tierra para fecundarla y unirla al cielo. Estelas de provocaciones telúricas que aquí se asocian al concepto mítico de la inversión simétrica del orden dado (pacha = tierra, pero también la conjunción esotérica del Espacio y del Tiempo; kuti = voltear). La culminación de un ciclo cósmico. Y el brusco inicio de otro. Una transición violenta pero a veces esperanzadora: Pachakútec fue el nombre otorgado al príncipe guerrero que transformó en victoria la derrota de los incas durante una guerra ancestral de la que emergería el imperio luego conocido como Tawantinsuyo.

El héroe mítico actuante en la historia. Para revertirla. Y así regenerar los vínculos y trastrocamientos en las relaciones entre lo celestial y lo terreno. Desde esa inquietud deambulamos, Bonadeo y yo, de manera intermitente pero intensa, durante cinco años, entre bosques de símbolos y de árboles y de piedras. Y de gentes diversas pero aunadas por el eros espiritual. Un lustro de vivencias y recreaciones aún por culminar. Este libro reúne sus primeras huellas. Como un acopio de atisbos que son a la vez vestigios. Restos premonitorios de un trance aún no resuelto. 

Un tránsito de energías, antes que de obras. Al final sin duda quedarán –quedan de hecho ya– materiales recuperables para la categoría estricta del arte. Pero lo que en ellos importará de veras es su condición de residuo: el testimonio visible de una vocación distinta. Una pulsión etérea. No la obra-de-arte, sino el ejercicio espiritual. 

El ejercicio espiritual. Con todas sus ahora despreciadas connotaciones místicas. Lo que la utopía, la ucronía, de este altro viaggio anhela es un ascenso al Monte no Parnaso sino Carmelo. 

Una ascesis incierta. Pero es en esta incertidumbre que fulge su flama. En su apuesta a pérdida por un carisma dislocado, fuera de sitio, fuera de quicio casi, bajo el imperio actual de lo profano. De lo profanado. 

Desde sus inicios, hace un par de décadas, pero en Pacha kutiq wanka con mayor tensión que nunca, las inquietudes de Bonadeo nos vislumbran la interrogante esencial que nuestra contemporaneidad acalla. 

¿Es posible un arte sacro en nuestros desangelados tiempos sin Dios? 

Voy a ser brutal: el enemigo principal del arte –de la esencia del arte– es el mundo del arte. O esos ámbitos suyos, a veces hegemónicos, donde el arte se ve colonizado por la especulación. Y contorsionado por su ideologización instrumental, con posturas paradójicas sobre cuyas tristezas no cabe aquí abundar.

Porque lo que aquí cabe es atisbar la historia alterna del arte a la que aspiramos. Una historia espiritual, incluso cósmica. Pero substancialmente terrena al mismo tiempo. Terrígena. 

Y por ello mismo social. Radical: capaz de llegar a los extremos, pero sabiendo que ello implica otra vez devolvernos a las raíces. Propias y ajenas. 

El mundo del arte, claro, se nos impone como el hábitat inevitable del arte mismo. Una fatalidad cuya elusión, sin embargo, nutre nuestro imaginario más trascendente: concebir una ecología alterna para el arte. Al menos como fantasía. A veces como fantasma. 

Una historia otra de las vanguardias, por ejemplo, que exhume sus oriìgenes herméticos en la espiritualidad agónica del Occidente que se deshumaniza. En el centro y en sus proyecciones periféricas. Como algunas de América latina a las que luego haré referencia. Pero también de Eurasia: Vladimir Tatlin –el soñador del utópico Monumento a la Tercera Internacional– se inició en el arte pintando íconos religiosos. Y en ellos aseguraba haberse inspirado Kasimir Malévich para sus abstracciones supremas –suprematistas– cuando avizoraba un arte sacro al servicio de la revolución. Que los devoraría a todos. 

Que los enterraría a todos, y a todos haría partícipes de sus propias exequias. Como cuando Tatlin, en 1930, diseñó el ataúd y la carroza fúnebre de Vladimir Mayakovski, el poeta bolchevique suicidado por la revolución.

Tatlin ilusionaba entonces sus letatlin etéreos, casi orgánicos: dispositivos alados de tracción humana –no motorizada– que hicieran posible el vuelo personal –no corporativo– de las almas soñadoras precipitadas por el comunismo totalitario. Un escape espiritual hacia los cielos. Otro Ascenso. Pero esas alas serían las de Icaro: al poco tiempo el artífice vio sus pinturas condenadas a la sección de “excesos formalistas” en exposiciones estalinistas precursoras de las muestras de “arte degenerado” organizadas en Alemania por el régimen nazi (la otra cara del fascismo soviético). Tatlin sobrevivió en el olvido hasta 1953. Terminaría sus días elaborando naturalezas muertas. [...] 

Tal vez Martín Bonadeo no se lo propone de manera programática, pero su derrotero se define en contradicción dialéctica con esas derrotas mundanas del arte. En alianza y lucha con sus agonías: la lucha a muerte con la muerte misma. Y con el fulgor remanente de sus disidencias. 

Político-poéticas, sin duda. Pero sobre todo espirituales. La lucha almada.

Gustavo Buntinx: Teórico del arte, ensayista, académico y curador nacido en Buenos Aires y residente en Perú. Fragmento del extenso ensayo incluido en el libro Pacha Kutiq Wanka, de Martín Bonadeo, que ambos presentarán pasado mañana, jueves 28, a las 18.30, junto a Patricia Saragüeta y otros invitados, en el Museo Xul Solar, Larpida 1212.