El taxista melancólico y mujeriego sospecha que su mujer lo va a dejar. A Sandino –apodo que condensa el recuerdo de un disco triple, Sandinista!, de The Clash– no le gusta conducir. Su mundo está hecho de canciones, libros, películas. Como una criatura perdida, el taxista recorre durante siete días y sus seis noches, de martes a lunes, los barrios de Barcelona con las cenizas de su abuela Lucía –una mujer que fue víctima de la violencia de género y mató a su pareja–, que Santi propone esnifarse en homenaje al padre de Keith Richards. El vértigo de andar sin rumbo se mezcla con la fantasía de poder sortear el tedio de la vida cotidiana. “Una idea recurrente en él se le ilumina por dentro. La idea de desaparecer. Largarse de todo y de todos y no volver. Sin dejar pistas. Vivir con otro nombre, en otro país, haciéndose nuevos amigos, enamorándose de una mujer, no engañándola nunca. Una especie de redención epifánica en un pueblo irlandés, besos a pelirrojas y puertas desvencijadas por la tormenta. A una sola pelirroja y todas las tormentas que sean”, plantea el narrador de Taxi (Salamandra), de Carlos Zanón, novela extraordinaria que explora el desmoronamiento existencial de un modo insoportablemente bello.
Zanón, llamado “El Jim Thompson” español por sus novelas negras, festejó sus 52 años en Buenos Aires, el pasado 1° de mayo, un día después de haber presentado Taxi en la Feria del Libro. La lealtad de Sandino es inquebrantable, inútil, absurda y hermosa, como se comprobará en el final de la novela, cuando el protagonista cruce literalmente una frontera. “Sandino tiene miedo de estar solo y prefiere estar con cualquiera. Lo que le da miedo es esa soledad de sólo él saber quién”, dice el escritor en la entrevista con PáginaI12.
–Taxi tiene un aire de familia con la película Al límite, con el personaje que interpreta Nicolas Cage. La desesperación de Sandino se parece bastante, ¿no?
–Sí, además el director de Al límite, Martin Scorsese, es el mismo de Taxi Driver. En Al límite, el personaje está buscando un poco la redención en el más allá, pero en el caso de mi personaje sus iglesias son todas esas historias que ha dejado en la ciudad, historias de mujeres que siempre las vemos cuando son historias que ya no funcionan, como trenes que se han quedado parados en las vías. También tiene que ver con La dolce vita o La gran belleza, la película de (Paolo) Sorrentino, esa especie de existencialismo de deriva de alguien que está medio mal en cualquier sitio o con cualquier persona y eso le impide saber quién es. Al final del libro, allí adonde va volverá a ser Sandino en otro idioma. El drama de Sandino es que no sabe, no quiere o no puede elegir porque si no elige lo tiene todo y en el fondo no tiene nada. Si no renuncias a cosas y te quedas con algo, no tendrás nada. Él se encuentra atrapado en esa trampa que es él mismo.
–“Hay quien dice que Sandino es un estirado, un engreído porque apenas se relaciona con ellos, anda siempre leyendo y escuchando música rara”, se afirma en un momento de la novela. ¿Por qué las personas que son lectoras son consideradas “raras”?
–Somos inadaptados, gente dañada, que hemos optado por funcionar en la representación de la realidad más que en la realidad. Entonces siempre es muy inquietante el hecho de que tengas acceso a un lenguaje extraño, algo que no es lo básico. Eso genera una intranquilidad en la gente que se mueve más en lo que se considera la realidad. El hecho de que te refugies en estas cosas está demostrando que eres vulnerable, que hay algo que no te es suficiente con la vida, que la tienes que buscar en otras cosas, y eso siempre es inquietante porque en cierta manera le estás diciendo al otro que se conforma con cualquier cosa. Por eso hay esta suspicacia. Por otro lado, por parte nuestra también hay cierta altanería con respecto a la gente que no lee o no escucha música. Hay una suerte de superioridad nuestra, quizá como defensa de lo que percibimos.
–El destino de Sandino parece ser taxista, se dice en la novela, y también se subraya esta cuestión como un estigma familiar, una familia que “nunca ha tomado parte en revoluciones o contrarrevoluciones”. ¿Es una crítica a parte de la sociedad que le ha dado lo mismo vivir bajo la dictadura de Franco?
–Sí, hay una crítica a eso, pero también a reescribir tu papel en la historia. Hay un montón de gente que ante cualquier conflicto opta por no tomar partido, no solo por cobardía, sino por una cuestión de que eso no va con ellos. Mucha gente después de la Guerra Civil, de la represión y el hambre que pasó, lo único que quería era tener dinero para comprar comida, vestir bien y ya está. No quería más problemas. Esa fue la inmensa población de los años 50 y 60 de España. Luego, cuando cayó el dictador, todos estaban en las calles revolucionados y eran parte de células anarquistas y comunistas, cuando evidentemente eso no fue así. De la misma manera que durante la Segunda Guerra Mundial todos los franceses no eran de la resistencia. Luego te pones del lado de lo que mola, de lo que gusta. Y yo hago una crítica a eso. No es una crítica a los que nunca hacen nada, sino a los que no haciendo nunca nada luego, cuando tienen que explicarse, se consideran héroes. Supongo que cuando acabó la dictadura en Argentina, la gente de derechas desapareció, no había nadie de derechas y era un régimen que se sostenía por quince personas. Entonces la gente mutó hacia posiciones más de izquierda. La gente deja de decir lo que piensa porque está mal visto, pero sigue pensando lo mismo y reescribe su historia para hacerla más agradable y aceptable.
–¿Qué cosas personales le prestó a Sandino?
–A pesar de que mi padre y mis dos abuelos eran taxistas, no quería hacer un documental sobre cómo es la vida de un taxista. Yo quería hacer como si cualquiera de nosotros se viera obligado a ser taxista. Las referencias, el mundo que tiene, es como el intento de recordar que él sigue siendo una persona, que no es un trozo de máquina, que no quiere que acabe siendo parte de la máquina. Entonces le doté con todo lo que yo haría para evitar acabar siendo parte de la máquina: las bandas que me han hecho compañía desde chaval y los libros. Yo creo que todos los libros son autobiográficos, excepto en la anécdota, en la trama, en los detalles. Son autobiográficos en el sentido de que la literatura tiene que ser un intento de reordenar tus fantasmas, tus obsesiones, los temas que te importan. Sandino dispara contra mi propia línea de flotación: por qué hago las cosas, por qué me quedo en un sitio, por qué estoy bien, por qué quiero, por qué tengo miedo, hasta qué punto todas las fantasías y sueños que hemos vivido en canciones, en películas, en libros, no dejan de crear una realidad que en el fondo no sirve para afrontar la madurez. O al revés: en el fondo van contra el conformismo. Todas estas preguntas, desplegadas así, las pondría en un libro y diría: “qué rollo que tiene el tío este… que se vaya al psicoanalista y lo solucione” (risas). A esto le metes una ficción, le metes un personaje que va a la deriva, una persona que no sabe muy bien dónde está, y en ese sentido hablas de ti sin hablar de ti, que creo que es lo divertido de la ficción.
–Hay un momento muy conmovedor en la novela, cuando Sandino se encuentra con una anciana perdida que le pide que la lleve adonde vive, pero que no es donde está viviendo, sino el barrio donde pasó su infancia. Por el Alzheimer, la anciana está extraviada de su presente, pero se reencuentra con la infancia, algo que no deja de ser sorprendente, ¿no?
–Sí, en el fondo te construyes a base de recuerdos y cuanto más alejados más te construye; en el pasado están las luces encendidas y no es lo más cercano. Y es curioso porque a las personas que tienen alguna enfermedad mental les vienen los recuerdos más perdidos, en cambio lo cotidiano no tiene peso; lo pierdes. Como si lo que nos estuviera pasando ahora no tuviera tanta importancia, tanto peso. A mí también me gusta mucho ese momento en la novela. Necesitaba algo de generosidad en Sandino, que se viese que es contradictorio, que no es solo una persona egoísta. Para los que vivimos mucho en la cabeza de vez en cuando es agradable comunicarnos con algo que va más allá de las palabras, de las ideas.
–¿Definiría a Taxi como una novela negra?
–No. Y yo dudo de que muchas de las novelas que he hecho sean negras. Nunca he hecho un policial, en mis novelas no hay policía, no hay una intriga de saber quién mató a quién. Cuando hay violencia, me interesa más saber por qué algunas personas en algunas circunstancias pueden hacer determinadas cosas. O cuando la violencia suple la imposibilidad de comunicarse. Son novelas en la línea de El cartero llama dos veces más que El sueño eterno. Yo siempre he estado en el límite, pero si la gente lo considera novela negra me da igual. Taxi claramente no es una novela negra porque la violencia no vertebra la novela. Sandino es un personaje astuto, inteligente y mentiroso, pero no es violento ni es heroico.
–Quizá no sería apropiado hablar de violencia en “Taxi”, pero la narración tiene un aceleramiento, un vértigo que por momentos golpea, que puede ser homologable al efecto que genera la violencia.
–El final sí que es más violento; pero más que violencia hay una tensión, está tensionado y sabes que puede estallar. Me gusta ese ritmo y me gusta que el lector se enganche en esta novela que podía ser muy introspectiva y muy circular. La violencia que no me gusta no es la de (Quentin) Tarantino, que me gusta mucho porque está muy separada por el sentido del humor y la exageración. No me gusta la violencia gratuita, la violencia cruenta que te deja la sensación del que el autor lo está pasando bien ejerciendo esa violencia. Cuando eras chaval recibías malos tratos del matón del gimnasio y cuando te haces mayor y eres escritor acabas siendo el matón del gimnasio. No. El pacto era burlarte y demostrar que el matón del gimnasio es un tío ridículo, ¿no? La fascinación por el violento no me gusta. Si consigues vertebrar un relato que explique qué te pasa, por qué estás como estás, no recurres a la violencia. Eso es lo que me interesa: que la violencia viene a sustituir el poder decir qué te está pasando, por qué no estás bien. Hay gente que acaba siendo un monstruo porque es incapaz de explicarse en un relato.
–¿Cómo es la Barcelona que aparece en Taxi?
–Me gusta mirar a Barcelona desde los barrios hacia adentro. Y no al revés. Yo siempre he vivido en barrios. Cuando mis abuelas iban al centro, decían que iban a Barcelona, como si fuera otro estadio mental, otro sitio. Yo no estoy enamorado de mi ciudad ni la amo; nos llevamos relativamente bien, es el sitio donde vivo. A veces leo libros de escritores de Barcelona que están absolutamente enamorados de Barcelona. Tampoco la odio, eh… es el sitio donde vivo.
–¿Cómo está viviendo la cuestión de la independencia de Cataluña?
–Llevamos ya muchos meses con este conflicto y ha ido cambiando. Se ha llegado a un enquistamiento de posiciones de dos bandos que no quieren escuchar al otro; es como dos hinchas de Boca y River. Nos encontramos en un enquistamiento y una fractura social que por fortuna no ha sido violenta ni tiene visos de ser violenta, esa es la parte buena. Yo creo que esto acabará por agotamiento. Ya no es la posibilidad o no de ser independiente, sino que se ha roto la baraja y las posiciones están absolutamente enconadas. Esto también ha pasado con la familia y con los amigos y lo que haces es no hablar del tema, pero en una sociedad donde ya hay temas de los que no puedes hablar eso es una mala noticia.
–¿Cuál es su posición ante la independencia?
–Yo soy una persona de izquierda y estoy absolutamente en contra de la política del partido Popular en Cataluña, donde apenas tiene representación. La manera más inteligente de resolver el problema hubiera sido hacer un referéndum pactado entre ambas partes, que expusieran qué significaba una cosa u otra y que la gente votara. Yo hubiera acatado lo que hubiera salido. A lo que me niego es a que me convenza el miedo o la propaganda de unos y otros. Yo me siento ligado a una idea de España que no es la de la derecha. El español es la lengua que uso para escribir, me siento implicado. No quiero una España reaccionaria ni oscura. Me encantaría que Cataluña siguiera siendo parte de España con el máximo autogobierno y reconociendo su lengua y su cultura.