Después de unos días convulsionados en los que se dijo de todo –porque los malos resultados atraen las operaciones de las malas gentes, la mala prensa–, los jugadores de la Selección entregaron frente a Nigeria todo lo que estaba a su alcance para conseguir el triunfo que depositó al equipo en los octavos de final del Mundial. No les sobró nada, es cierto, pero tampoco les faltó. 

Había que ganar, porque hasta el empate era una invitación al escarnio, y la Selección salió a buscar el triunfo desde el minuto inicial. Y por eso se puso en ventaja con el gol de Messi antes del primer cuarto de hora. La diferencia no fue casualidad, fue el producto de una actitud que multiplicaba las posibilidades de éxito de un equipo golpeado por la floja cosecha pero nunca entregado. 

Le alcanzó con ese cambio sustancial para mostrarse dominante, aunque las cosas no le salieran del todo bien, aunque los nervios aparecieran de tanto en tanto para jugarles malas pasadas. 

Estaba escrito que no la iba a tener fácil la Selección. Y la sentencia se cumplió a los 50 minutos cuando Mascherano, que para entonces había acumulado un par de macanas, agarró tontamente dentro del área al defensor Balogun y el árbitro turco Cüneyt Cakir le cobró la falta, con la que Moses anotó la igualdad que nos arrancó a todos el alma del cuerpo durante más de media hora. 

Otra vez, como contra Islandia, donde la Selección intentó jugar pero no encontró, o como contra Croacia, donde no sucedió ni una cosa ni la otra, el rival capitalizaba un error defensivo para derrumbar todo el esfuerzo realizado con la facilidad con la que se caen los castillos de cartas.

Por el piso estaba la cosa cuando, para colmo, el ingresado Ighalo tuvo una inmejorable chance para poner en ventaja a los suyos con un remate que Armani tapó, rodilla en tierra y manos extendidas –como suelen hacer los arqueros que simplifican las cosas–, para darle a la Selección un rato más de vida. Con esa seguridad, y con las ganas que le imprimió el ingreso de Pavón, el equipo de Messi se acercó nuevamente al arco de Uzoho, que terminó rompiendo Rojo casi sobre el final para certificar que la Argentina no estaba muerta, ni mucho menos, para decir que ahora comienza otro Mundial.