A Gustavo Souto

Ansioso por seguir recibiendo del Enviado Deportivo revelaciones de éste y otro mundo, y preocupado porque hacía tiempo no me visitaba, yo mismo salí una noche en su busca. En mi barrio hay muchos vecinos cuya avidez por lo divino suele ser desalojada por el miedo a lo extraño y temí que, usurpando la casa de alguno de ellos, al Enviado le hubiesen metido un corchazo. 

En el silencio de la noche cerrada, el sonido en estéreo de un patrullero y un camión de bomberos me desesperó. Corrí hacia un núcleo en el que convergían esos anunciadores del dolor y antes de llegar a la escena temida, la voz amada me tranquilizó: “¿Por qué buscás a los vivos entre los muertos? No pasa nada...es Pichi, chupetea de más, extraña a su ex y amaga con tirarse de la terraza...”. “Maestro...”, dije, y lo abracé con emoción y alivio. Estaba sentado sobre el capot de un Duna diesel, hurgando el cielo con ojos de niño. “Bienaventurados los que no hacen memes, porque esos verán a Dios...”, me dijo, y agregó: “En verdad os digo que es más fácil para un liberal bajar el dólar, que para un boludo que hace memes entrar al reino de los cielos…”.

Nos abandonamos como siempre a los misterios del fútbol y, como siempre también, procuré propiciar su sabiduría con una humilde pregunta: “Maestro… ¿usted piensa que lo más sano del fútbol son los hinchas?”. El Enviado respiró hondo y me dijo: “Lo único sano del fútbol son los antiinflamatorios”. Enseguida me di cuenta de que tal vez la pregunta había estado mal formulada, e intenté corregirme con algo que provocó la ira del santo. “Perdón…yo me refería al hincha genuino, no a los barras…”. “¡Impío!” me gritó, mientras amagaba con abandonar la escena, “¿Por qué te crees mejor que los barras? Todos somos hijos del señor, y además los barras tal vez sean los únicos que están libres de pecado…porque siempre arrojan la primera piedra…”. El argumento no me convenció, y hasta me pareció más destinado a justificar alguna culpa propia, pasada o no tan pasada. Respetuosamente, le pregunté: “¿Usted fue barra Enviado?”. Más tranquilo, eludiendo levemente mi inquisición, el iluminado dijo: “No importa qué fui o qué soy yo…soy el que soy…Todos los hinchas son una porquería y una maravilla, un ejemplo de lealtad y de traición, un modelo de amor y de odio…y no hablo de que alguien tenga una cualidad y otro la contraria, digo que ambas conviven en el alma de cualquiera, porque para eso está el fútbol, para que lo humano se revele en toda su complejidad…”.

Aprovechando entonces el clima mundialista, el Enviado me contó una historia o una parábola, que parecía poner entre paréntesis la idea de que el alma del hincha pueda conciliarse con los mesurados ideales del iluminismo.

Parece que durante el desarrollo de una Eurocopa, los barras de Suiza y Dinamarca se desafiaron a pelear. La idea, como compete a dos países que hacen de la organización y la previsión su razón de ser, era poder sacarse las ganas, sin que eso perjudicara a terceros ni al entorno en que la lucha tendía lugar. Lo primero que se decidió entonces fue armar un conclave previo entre los jefes, para elaborar una especie de estatuto o protocolo a respetar. Luego de arduos y respetuosos debates, en el que no faltaron las más variadas formas de la argumentación, se decidió que:

  • El lugar de la pelea debía estar alejado de cualquier centro urbano, para no poner en riesgo las edificaciones aledañas.
  • Terminada la pelea, los participantes se comprometían a limpiar todo posible desecho, tanto material como humano. 
  • Los participantes de la lucha debían medir no menos de 1,80 y no más de 1,90, para garantizar la paridad en la lucha (esto, dicho sea de paso, generó un problema, pues algunos petisos y algún que otro lungo presentaron recursos de amparo).
  • No se permitían usar otra cosa que no fueran las destrezas puramente físicas. Se aclaró que en caso de que alguien, por ejemplo, sacara un cuchillo, inmediatamente se debía proveer del mismo utensilio al bando contrario.
  • La pelea no debía durar más de veinte minutos, terminados los cuales sonaría una chicharra marcando el final del combate.
  • Al final del mismo, ambos bandos se juntarían a evaluar la calidad del evento, para optimizar sus aspectos positivos y mitigar los negativos de cara a encuentros futuros.
  • Pasado un tiempo prudencial, en que la emociones menguaran, ambas facciones deberían escribir un paper donde se explicitaran las razones por las que creían (o no) haber ganado la batalla.
  • No se permitiría, a futuro, cantar canciones de cancha que recordaran con malicia o intenciones burlescas las contingencias de aquel encuentro.

Más allá de tantas precauciones y principios a respetar, la promesa de una lucha feroz era, no obstante, auspiciosa, habida cuenta del pasado épico que nutría el árbol genealógico de aquellas culturas.

Pero finalmente no ocurrió nada, porque la barra danesa llegó tres minutos tarde y lo suizos ya se habían ido.