Hace doce años, la documentalista Franca González fue al encuentro de su abuela, una mujer que se quedó sola en una casa inmensa en el medio de La Pampa, para filmarla en su largometraje Atrás de la vía. En esa provincia de llanura verdosa nació esta directora de cine. Tras esa película muy personal, González construyó una sólida carrera en el terreno del documental, con trabajos muy valorados como Al fin del mundo y Tótem. A la cineasta siempre le habían quedado ganas de filmar nuevamente en La Pampa, pero no había nada que terminara de seducirla lo suficiente como para encarar un proyecto. Hasta que en 2014 leyó en un diario que habían descubierto un pueblo en la provincia completamente tapado por la soja: “Una especie de pequeña Pompeya”, describe González. “Lo que más me atrapó de la historia fue que muy poca gente del lugar recordaba esa existencia. Ni siquiera tenía conciencia del lugar en el que había estado el pueblo. Así que el punto de partida fue ese vacío, esa ausencia, pero no sólo del lugar en sí sino también de la memoria”, agrega la directora de Miró. Las huellas del olvido, que se estrenará este jueves en el Gaumont y que se exhibirá también los domingos a las 18 en el Malba, con debate posterior a cargo de la directora e invitados especiales. El film tuvo su première en el último Bafici. 

El pueblo en cuestión se llamaba Mariano Miró. Fue fundado en 1901 con la estación del ferrocarril y existió durante una década aproximadamente. Tenía alrededor de quinientos habitantes, pero contaba con herrería, almacén de ramos generales, hotel y peluquería, aparte de los galpones del ferrocarril y chacras. En 2010, un grupo de estudiantes, durante una reunión bajo el sol, descubrió que en el medio de la tierra removida por las máquinas brillaban algunos objetos (restos de vidrios, lozas) que daban cuenta de que allí habían vivido personas en el pasado. A partir de ese momento, los alumnos presentaron un proyecto en la Feria de Ciencias, a través del cual la Secretaría de Cultura provincial se enteró del caso y pidió la intervención de arqueólogos de la Universidad de Buenos Aires. Los profesionales encontraron bajo el suelo restos de un pueblo que albergó a casi quinientas personas entre 1901 y 1912, aproximadamente. Mientras los arqueólogos de la UBA avanzaban con la investigación, González se decidió a realizar la película. 

–¿Hacer este documental fue también una manera de trabajar como un arqueólogo?

–Absolutamente. Hay algo que a mí me encanta de una especie de metáfora que en algún momento leí y que no sé a quién atribuírsela, pero decía que la ficción es como pura construcción. Uno empieza a levantar de a poquito cimientos, paredes, construye una historia. Y la historia queda por encima de la tierra, cual objeto arquitectónico. De algún modo, el documental es todo lo contrario. Es más un trabajo arqueológico. Por lo menos, los documentales que a mí me gustan hacer. Es como ir levantando capas. Primero levantás el cemento, después te encontrás con capas que tienen que ver con ladrillos, arena, piedras. Y cada capa te va dando una partecita, que no es la verdad absoluta, pero es un momento de lo real. A través de esas capas, uno va pudiendo reconstruir lo que realmente existió, por pistas que te va dando esa excavación. 

–¿Por qué decidió que fuera un documental más íntimo en el que hablan los propios pobladores? Podría haber derivado, por ejemplo, a un trabajo audiovisual de investigación...

–Absolutamente. La historia de Miró era, en realidad, una historia muy pequeña. De hecho, se podría contar en los primeros cinco minutos de la película. No hay mucho para contar más que una serie de sucesos que se desarrollaron a lo largo de quince años. De hecho, hay muchísimos pueblos pampeanos que fueron desapareciendo a lo largo del siglo XX por la desaparición del tren, por la transformación del trabajo agrario. Por muchísimas causas. En el caso de Miró, me parecía que la historia en sí era como un punto de partida, un disparador para hablar de muchas otras cosas que tenían que ver con preocupaciones más internas: por qué a las historias más trágicas o las que fueron un fracaso los padres no se las cuentan a los hijos sino que quedan tapadas en la historia. No lo definiría como un documental intimista. Creo que Miró es como el conjunto de relatos en torno a un mismo espacio y cada uno de esos personajes que interviene lo hace desde un lugar muy diferente: desde el señor que cuida el campo hoy para que no se llevan las cosas que lograron encontrar y que está adentro de la estación abandonada, la maestra descubrió ese lugar de modo azaroso con sus alumnos haciendo un picnic ahí, los arqueólogos que vienen con una versión de la historia desde lo científico y desde Buenos Aires, y que chocan inevitablemente con la gente del lugar que dice: “¿Y por qué ellos van a contar nuestra historia si nosotros tenemos otra versión de cómo fueron las cosas?”. Entonces, me interesaba mucho ese entrecruzamiento de posibles versiones sobre lo que fue Miró porque de un pueblo que despareció en 1912 no hay nadie que pueda decir exactamente lo que pasó.

–¿Se encontró con más memoria sobre el pueblo de la que imaginaba?

–Al principio, fue bastante infructuoso. Costaba poder encontrar. Creo que el propio trabajo de los arqueólogos fue haciendo que la gente supiera algo. La gente de Miró, al irse, fundó dos pueblos nuevos: Aguas Buenas y Alta Italia. En Alta Italia no encontré a nadie que supiera que sus padres habían pasado previamente por Miró. Sin embargo, el pueblo de Alta Italia se llama así porque el Almacén de Ramos Generales de Miró se llamaba Alta Italia. Todo eso se fue reconstruyendo con la misma investigación. Después, pasaron cosas maravillosas en el documental. Terminada la película, apareció alguien en el Bafici y me dijo: “Yo tengo cartas fechadas en Miró, las encontré en España, están en el Museo del Pueblo de Gijón”. Eran cartas que un tío le mandaba a su hermano. Pude verlas. Fue alucinante. La investigación de Miró duró tres años y medio, pero a veces las cosas vienen después. El documental es como un punto de partida. 

–¿Cómo fue el trabajo cinematográfico para hablar de un lugar que ya no existe?

–Ese fue uno de los principales desafíos a nivel narrativo porque no quería hacer un documental con una voz en off que explicara o ilustrara con fotografías u otras cosas de archivo, sino que se pudiera construir desde el presente como un puente hacia el pasado. Por un lado, sentí que era muy importante recorrer ese espacio en todas sus posibilidades, en todos los momentos del año, incluso desde el calendario agrícola: cuando la tierra estaba siendo arada, sembrada, cosechada. Y al mismo tiempo, cuando descansaba y podían trabajar los arqueólogos, ese espacio desde el día, la noche estrellada nos brindaba todas las posibilidades. Era un modo transversal de poder imaginarse ese lugar a comienzos del 1900. Pero, al mismo tiempo, necesitaba la posibilidad de comunicarme con el espectador desde el lugar de las emociones en primera persona. Y, en ese sentido, el recurso de las cartas fue sumamente interesante porque realmente se puede sentir, a través de esos relatos, lo que es venir dando mil vueltas desde un montón de lados, tomándote un montón de trenes, barcos, carruajes, poder llegar ahí, instalarte, hacer venir los pisos de madera desde Buenos Aires para hacer tu casa. Y de golpe, el hachazo de la frustración de tener que irse de ahí. Eso me importaba que alguien pudiera contarlo en primera persona.

“Una pequeña Pompeya” es como define la cineasta a Miró.