En un artículo reciente, “Entre dos fuegos”, el periodista Horacio Verbitsky se preguntó, palabras más, palabras menos, si Mauricio Macri era ingenuo, salame o cínico. Se trata de “preguntas sociales” porque “flotan” en la sociedad. Son las que muchos observadores se hacen desde al menos diciembre de 2015. Si bien las tres cuestiones pueden reducirse a una sola, el viejo “son o se hacen”, vale la pena repensarlas, porque dilucidan el diagnóstico. Verbitsky sostiene que las respuestas sólo podrán aclararse con el paso del tiempo. Pero si se mira con más detenimiento esas respuestas ya existen.

Las limitaciones intelectuales de quien ejerce la primera magistratura son evidentes, no es un tópico que demande mayor detalle, sin embargo estas limitaciones nunca significaron un impedimento para ninguna carrera política. La población no demanda que sus representantes sean intelectualmente brillantes, algo que hasta puede provocar rechazo o lejanía en buena parte del electorado. Luego, como lo sabe cualquier intendente de pueblo, el dinero siempre resulta un componente fundamental para la construcción de imágenes electorales.

En cuanto al discurso político infantil, esa sucesión interminable de eslóganes ingenuos y afirmaciones positivas, tan bien sintetizadas en el sonriente funcionario cambiemita de Paz&Rudy, pero cuya caricatura top quizá sea el “beboteo” de María Eugenia Vidal, constituye el mismísimo núcleo del aparato de legitimación gubernamental.

Finalmente, la confusión que lleva a hablar de cinismo nace del apego a la literalidad, es decir a juzgar al macrismo por lo que dice y no por lo que hace. A ello se agrega un segundo nivel de desconcierto, la impericia de los ministros CEOs para resolver cuestiones de gestión política cuando, se suponía, aportarían el diferencial de la súper experiencia administrativa.

El apego por la literalidad resulta lógico en tanto representa el primer paso racional del análisis. Desde este espacio siempre se intentó analizar la política económica de Cambiemos en sus propios términos, es decir buscando la consistencia entre la política económica oficial, la teoría que la sustentaba y los objetivos declarados. A comienzos de la gestión no correspondía presuponer la intencionalidad de los hacedores de política, aunque se sospechase. Con los resultados en la mano, en cambio, las intenciones desaparecen. Hoy es posible afirmar, sin temor a equivocarse, que el objetivo de la política económica de Cambiemos fue provocar un shock sobre los tres principales precios relativos de la economía: el tipo de cambio, las tarifas y los salarios.

Cambiar los precios relativos de cualquier economía significa alterar los patrones de distribución del ingreso, es decir provocar inmensas transferencias de recursos entre sectores y clases sociales. En concreto, los ganadores del modelo macrista fueron los ligados a los recursos naturales –campo, minería y energía– y las finanzas.

El problema es que se trata de un modelo en el que ganan las minorías respecto de las mayorías en tanto que las democracias presuponen gobiernos de mayorías respecto de minorías. Desde el punto de vista conceptual se trataría de un antagonismo insalvable. Es aquí, entonces, donde irrumpen los mecanismos de legitimación.

No es posible ganar elecciones prometiendo aumentar tarifas, devaluar y bajar salarios. En cambio sí es posible a posteriori hacerles creer a los trabajadores que sus salarios más bajos son el producto de la violación pasada de leyes naturales e inmutables. Lo mismo sucede con las tarifas. Los servicios públicos más caros no pueden justificarse por la voluntad de generar súper ganancias a las empresas energéticas amigas vía los mayores precios de los hidrocarburos en boca de pozo o la dolarización de los precios en los surtidores. Es mejor hablar, por ejemplo, de la necesidad de aumentar las inversiones para que crezca la producción, aunque tal cosa no suceda.

Luego vienen las concatenaciones. Empujar para arriba precios relativos es inflacionario, en tanto estos precios relativos son componentes del resto de los precios. Desde la teoría convencional se sostiene en cambio que la inflación es producto de la monetización del déficit, de la mayor cantidad de dinero en circulación emergente de gastar más de lo que se recauda. En consecuencia, una vez que aparece el rojo fiscal, en este caso porque se desfinanció al Estado reduciendo los tributos de la parte superior de la pirámide, comienza a enfatizarse la necesidad de reducir el Gasto. El proceso es mostrado como una necesidad impuesta por leyes contables, cuando su verdadero objetivo es reducir el tamaño del sector público, es decir los servicios y la capacidad de regulación e intervención del Estado en la economía.

Observe el lector las transferencias de ingresos producidas: la suba de tarifas y combustibles beneficia a las firmas energéticas, el aumento del tipo de cambio baja los salarios medidos en divisas. La inflación generada sirve para consolidar la baja de salarios y justificar la destrucción del Estado. La reconstrucción de la deuda externa financia la transición y conduce nuevamente al FMI, lo que es visto por los sectores dominantes como una garantía de mantenimiento en el largo plazo de las políticas en curso y, por lo tanto, de la nueva distribución del ingreso alcanzada.

La síntesis provisoria es que el modelo de Cambiemos logró su objetivo principal de cambiar los precios relativos de la economía. Este logro no podía ser una promesa electoral, lo que llevó a esconder a los economistas propios durante la campaña. Y por eso el actual oficialismo se limitó a prometer una idea abstracta de cambio más “pobreza cero, combatir el narcotráfico y unir a los argentinos”. El discurso ingenuo fue el producto de la legitimación, la piel de cordero del lobo. El cinismo fue el emergente de la necesidad de enmascarar los objetivos. De salames, nada.

Para la Alianza gobernante el próximo paso consiste en consolidar, y quizá profundizar, el nuevo patrón distributivo. Su principal límite serán los problemas de legitimación. La realidad agrietó el discurso y abrió el camino de la resistencia social. Su núcleo de apoyo se redujo a la minoría intensa de quienes efectivamente querían las transformaciones producidas. El resto de la sociedad comenzó a advertir quien es el pato de la boda.