Apenas se levanta, Enrico abre las persianas de su escritorio, (no todas) para que la luz del sol, al pasar por las rendijas, se difracte sobre los anaqueles y los libros recientes que quedaron sobre el escritorio. Le atraía la idea de la luz como "ilustrando" los libros más viejos, los de tapa de cuero, porque evocaban la idea de que, como él, eran una especie en extinción. Para colmo, la luz diseminándose por lugares dispares al atravesar el cristal le mostraba un elemento que al esparcirse ocupaba lugares distintos al mismo tiempo. Pensaba en esos momentos, lo misterioso que resultaba todo; incluso aquello que transcurría desde siempre ante nuestra percepción y que sin embargo, lo extrañaba cada vez que lo advertía, que dicho sea de paso era casi todas las mañanas. Por supuesto, después de recobrar su identidad ante el espejo, tomar el café o el mate y abrir el libro que le aseguraba la continuidad de lo que comportaba, para él, la postulación de lo real, le dedicaba varias horas al placer de su vida, seguir un razonamiento inesperado surgido a partir de una lectura, que le abría las puertas de una nueva comprensión y extendía su ignorancia. De tanto en tanto, interrumpía la lectura para mirar a través de la ventana, comprobando que lo permanente tiene su lugar, el fárrago del tránsito, la ascensión de un habitual rumor inagotable, una sucesión de imágenes que, muy a la ligera, llamamos realidad y que acorde con su uso, tilda de inocente la ocupación que profesaba. De todo ello, lo que no estaba nunca ausente era el alféizar de la ventana comportando una ribera donde los otros parecían sombras imprecisas para atenuar la soledad subyacente. Imaginariamente, Enrico recuperaba la alegoría de la caverna y reposaba unos instantes, antes de emprender la cotidiana lectura, mirando hacia el afuera para advertir en los intersticios de realidad cualquiera, los pulsos de la nada. Estaba en esos momentos, cuando una imprevista y leve caricia de su madre le hizo girar el rostro para mirar adentro. En un cono de sombras, su madre se acomodó en el amplio sillón matizando su mirada severa. Había preparado el café humeante que se mostraba auspicioso.
--Siempre has perdido el tiempo con los libros -dijo- y este mundo no está hecho para eso. Tal vez sea mi culpa que no seas más productivo.
Enrico no pudo responderle, ni siquiera confirmarle que una voz lejana, proveniente de un lugar insondable, más allá de todas las voces, inconcebible e inalcanzable para cualquier símbolo, pero a la vez imprescindible y fundante, bastaba para confirmarle, (y era como una especie de revelación que surgía en ese momento), que sí, que a ella le debía eso que consideraba improductivo y que para él era una magia. En consecuencia, optó por el silencio para no contradecirla.
Su madre dijo a modo de una recriminación:
--Siempre estuviste lejano, y cuando me acercaba sentía tu rechazo.
--A veces -dijo Enrico, casi balbuceando- las personas que se aman están distantes.
--Es evidente que jamás nos entenderemos -dijo la madre- Dices eso porque te gustan las frases que parecen importantes. Siempre esperé otra cosa de vos, pero me resigné.
Enrico intentó referirle la necesidad de que la poesía fuera por delante de su vida, pero reconoció que había mucho de verdad en lo que su madre decía y trató de decir algo, sin embargo sólo extrajo de un cajón una hoja en blanco en la que su madre había escrito, al final de la misma, una frase de despedida. Iba a mostrársela como una respuesta a las vicisitudes que volvían a suscitarse entre ambos, pero mirando a su alrededor y deteniéndose en su libreta de apuntes, comprendió su obediencia a un mandato que oprimía su escritura, rebelándose contra él mismo, para sostener la pureza de una hoja en blanco, hasta tanto no hallar la palabra indicada para expropiar la imposición del silencio. En ese instante se detuvo; se sintió mínimo, descubierto, una minúscula grafía desdibujada en un borrador para evadir la impiedad de la existencia; algo en su rostro debe haberlo expresado por que su madre se suavizó.
--Nunca quise verte de ese modo -dijo- por eso me marché. Lo siento -agregó- siempre he sido muy orgullosa y no he podido retroceder; ni siquiera ante la soledad final a la que me sentí arrojada para penetrar en la oscura región que impone el olvido.
Enrico sintió que el tiempo se cernía sobre él y sobre su madre impulsando un declive que atenuaba la solidez de un agravio, y por primera vez en muchos años se evadió del momento y recordó a su madre en distintas versiones y cómo desafiaba las absurdas convenciones de la época... Recordó el pago excesivo de su desafío, el pequeño revólver en su mano... Volvió a mirarla y entendió que la miraba con una mirada nueva, como si comprendiera bruscamente algo propio de una mujer, algo diferente, tal vez un poco atemorizante, misterioso, pero sin duda inobjetable. Iba a decirle que creía haber entendido su sufrimiento, su coraje, su rebeldía, pero por primera vez en la mañana su madre sonrió y, mirando con indulgencia las oscuridades de su alma, le dijo, acaso piadosamente: "No es necesario que digas nada". Luego, tal como había venido, se despidió. La repentina ausencia lo hizo sentirse muy cerca y dijo en voz muy baja, como si su madre ya ausente pudiera escucharlo: "No sentí bronca porque te marcharas de ese modo... sólo fatalidad". En ese momento, el aroma del café, que misteriosamente humeaba a un costado, lo despertó... Todo lo acostumbrado permanecía; la luz del sol -todavía débil- comenzaba a difractarse a través de las rendijas, perfilando la sensación de un tiempo desdoblado en la penumbra, curvado sobre los libros inabarcables que, habitualmente esparcidos sobre el escritorio, aguardaban su atención. De la calle ascendía el intermitente rumor cotidiano, incluso las voces de algunos transeúntes que infirió tempraneros, ya que no podía precisar la hora porque lo circundaba el sentimiento de abandonar algo, de despedirse minuciosamente de los libros que lo rodeaban y que constituían su vida consumida en una duración que desdeña la eternidad. Absurdamente, no pudo no pensar qué sería de ellos, evanescentes y mudos, estólidamente alineados en los anaqueles de la biblioteca y espontáneamente se sintió asolado por una pena infinita. Decidido a desalojarla, preparó otro café, tomó el libro que reclamaba continuar la lectura y abrió de par en par la ventana para que la luz del sol desechase sus sombras, para que desvaneciese sus fantasmas, para iluminar todo el interior a pleno, sin embargo una ambigua impresión de irrealidad lo avasalló como en un sueño.