Once mil doscientos sesenta y cinco. Aunque esos dos potreros no se parecen en casi nada, hay un momento de la historia en el que se parecen en casi todo. Un flaquito la pisa, la pisa, la pisa y gambetea. Cuida la pelota como la cuidan quienes no tienen otra cosa más que defender que una pasión. Lleva ese pedazo de cuero pegado al pie como si de una extremidad más se tratara. De tanto darle, la gasta. Aunque La Louviére y Don Torcuato no se parecen en nada, hay un instante bendito donde no existe el tiempo ni acá, ni allá, ni en ningún lado. Porque como Juan Román Riquelme se hizo grande en los diez metros que separaban al fondo de su casa del barrio San Jorge de una canchita de polvo, Eden Hazard lo imitó en los apenas tres que había que caminar desde su pórtico al campito que lo forjó en Provincia de Henao. ¿Qué otra cosa puede ser mejor que bajar de la cama cada día para jugar al fútbol?

Hazard es un gambeteador exquisito, una estrella fulgurante, una realidad desde hace mucho tiempo, el anhelo histórico del Real Madrid, el más desequilibrante de la Premier League, el estandarte de Bélgica y varias cosas más. Además de eso es dos cosas concretas: es el mejor jugador de la Copa del Mundo 2018 y es el más riquelmista de los que vinieron a Rusia. El viral de las redes sociales es testigo de esas noches en las que el belga tuiteaba que se quedaba a ver a Román en la final de la Copa Libertadores. Acaso el más memorable de sus mensajes sea el que el astro del Chelsea escribió el 25 de enero del 2015, el día en el que el Último Diez anunció su retiro ante una cámara de televisión desde Torcuato: “Juan Román Riquelme, gracias por todo”. Eden es de Román en el carnet, pero también en la cancha. Ese amague a jugar con quien le pasa por afuera, sólo como distracción para abrir la derecha hacia adentro, puntear el balón y abrazar el cambio de frente a borde interno preciso, ya lo vimos muchas veces desde el palco de prensa de La Bombonera. Por otra parte, JR dice que el belga es el más parecido a Pablo Aimar. Nunca hablaron, pero se adoran.

Carine y Thierry, padres de Eden, fueron la inspiración del jovencito belga, que a los 14 años los dejó para sumarse a la academia del Lille francés. Ella era delantera en la Primera División de Bélgica y él se desempeñó en equipos de la segunda división de su país. Ana y Piturro, los de Román, lo alentaron desde que empezó en La Carpita y lo acompañaron al Semillero del Mundo, Argentinos Juniors. Los cuatro, los belgas y los argentinos, lucharon contra la misma reacción cuando los reclutadores de los clubes venían a ver a los talentosos pichones de cracks. El de La Louviére no se animaba a decir su nombre. El de Don Torcuato se escondía en los pasillos del barrio porque no quería que lo vieran. Con la pelota, claro, hablaban hasta por los codos.

El Hazard de esta tarde de San Petersburgo ante Francia fue el Román de Japón en el 2001, cuando Boca perdió con el Bayern. Incluso ante una actuación estelar en la que nunca pudieron quitarle el balón de su botín derecho, quedó la sensación de que si hubiera recibido alguna ayuda por parte de los ausentes De Bruyne y Lukaku, Bélgica estaría camino de la definición de Moscú. Aún así, Eden replicó a aquel Riquelme: sólo pudieron pararlo a patadas. Algunas, como aquellas de Tokyo, omitidas descaradamente por el árbitro del partido. La conclusión de la noche es que, más allá de las virtudes obvias de Francia, el nivel del astro del Chelsea pedía otro capítulo final.

Ahora vendrán el mercado y sus obviedades y el Real Madrid y el Barcelona pelearán por la figura de la Copa. Pero cuidado, mientras las tapas de los medios españoles anuncien la contienda, habrá algunos pibes que, como otro pibe europeo, se inspirarán vía satelite gracias a un crack genuino pero lejano. Y como el fútbol es un círculo tan increíble como la vida, en unos años, tal vez y con un poco de suerte, algún flaquito de algún potrero dirá que se puso a jugar a la pelota gracias a un belga llamado Eden, que a su vez se puso a jugar a la pelota gracias a un argentino llamado Juan Román. Y con la certeza de que el deporte más hermoso de todas las épocas no conoce de distancia, aquellos dos potreros volverán a conectarse en una pisada, como si en el medio no hubiera un sinfín eterno de kilómetros. Exactamente once mil doscientos sesenta y cinco.