Un libro de poemas como quería Oliverio Girondo no necesita de prólogos, no necesita ser “protocolizado” porque corre el albur de cansar al lector que debe descubrir por sí mismo sin estar condicionado en su espíritu para que en entera mansedumbre encuentre el poema que lo estaba esperando.

Encuentro, comunión que no siempre se produce en la primera lectura y hasta puede tardar años en producirse o no consumarse nunca.

César Actis Brú ha querido en La Papelera –un libro de 1996-- salvar los restos de una escritura destinada metafóricamente al lugar de los papeles inútiles. Ha salvado esta “borra” de sentido, que como na adherencia no quiere morir, e insiste en ser aireado en un conjunto que el autor supone “heterogéneo”.

Si me lo permite el autor y con el permiso del benevolente lector de estos poemas que sucederán a mi letra salteable, escribiré un par de cosas que me sugiere este libro.

En primer lugar, podríamos objetar la opinión del propio autor ya que debemos partir de una premisa: los libros de versos no tienen por qué ser reunidos necesariamente en una secuencia “temática”. Y me hago esta pregunta para mí mismo, ya que no le he encontrado respuesta: ¿existe en la poesía aquello que la tradición nombra como “tema”? ¿Acaso Roland Barthes no aseguraba que toda literatura de occidente circulaba alrededor de dos definiciones o “lev motivs”: “te amo” y “tengo miedo a la muerte”?

Creo firmemente —si bien cuando de poesía se trata toda aseveración puede no ser pertinente— que “armar” una colección de poemas implica siempre un acto de inspiración como su previa escritura. ¿Con qué razón o sobre qué presupuestos se ordena un libro de versos? ¿No cambia la escena de esa baza compacta cuando sus piezas son movidas de lugar? ¿Y qué pasa cuando el lector de versos lo tiene entre sus manos? ¿Acaso los lee de la primera a la última página? ¿Nos acostumbramos a saltear —desordenado, arbitrario— la paginación numerada y leemos, al azar, deteniéndonos en este poema o aquel verso que más concita nuestro deseo o nuestro placer?

Esto, claro, a menos que uno fuera el autor del “Roman de la Rosa” o el “Cantor del mío Cid”.

Resumiendo entonces, amigablemente con el autor podríamos decir que no hay tal arbitrariedad en esa inteligente “recopilación” de La Papelera.

Porque hay una razón y es que entre las piezas que componen el libro Actis Brú ha permitido estacionar uno de los más excelente poemarios suyos —sino el más— y es el que nos presenta con su idea de “lectura”, pero que nos permite a nosotros, sus lectores, reformularla. Esa es, justamente, la maravilla y la riqueza de la poesía.

Ante su temor de no poder conformar un libro homogéneo, deberé aseverar que entre esas piezas aparentemente anómalas, se desplaza un hilo sutil, un tono de parentesco lírico que las cohesiona de un modo que evita toda monotonía y nos depara una sensación de auténtico goce al repasar esos versos.

La vasta y reconocida cultura de su autor asoma en La Papelera, apenas entre las junturas de los versos que no admiten ripios ni excesos. Escritura sin adherencias —entonces— en un corpus que quiere presentarse como una muestra metafórica de ella.

Escritura engañosamente simple, que nos trae y nos lleva casi imperceptiblemente por el hondo y amable carril de sus versos.

Ociosamente actuaríamos si nos pusiéramos a elegir entre una y otra, ya que no podríamos acentuar preferencias sin llamar a la puerta de lo injusto. Pero para no evadir una opinión, que no por humilde puede a veces resultar atinada, nos inclinamos por alguna pieza de antología. Se trata de “Flumen Fluminis”, donde se juntan en un mismo accionar al pescador y al poeta, metaforizando así la paciencia de esa búsqueda axial de los poetas: la de la esperanza de la palabra aquella que le ayude en la construcción del verso perfecto.

La Papelera se presenta entonces como un artilugio, porque quiere presentar como inútil lo útil. Simulacro de inutilidad, entonces.

Es un libro que debe leerse con el corazón encalmado, con la misma “ardiente paciencia” con que algún día entraremos a las ciudades como quería Rimbaud. Solaz entonces para cuando no lo tengan los años nuestros, tan vapuleados y actuales.

Si fuéramos Borges, podríamos decir que un poeta es bueno cuando evita errores y no cuando perpetra hallazgos. En “Arte menor”, el poema se va desplazando como en filamentos de sentido y relumbran por entre la textura de esa trama que tanto la araña como el poeta tejen. Sentido hacia afuera pero también hacia adentro, íntimo, como una introspección que se hace metáfora. Leemos: “con las redes desechas/ de la vida, la esperanza y el tiempo”.

Nada más. Y nada menos podemos agregar, pues tal vez como en un espejo ilusorio el poeta puede suponer que existe una conexión muy íntima entre el tejido de la araña paciente y sus propias cavilaciones tejidas en absoluto silencio, que ni el laborioso accionar del arácnido perturban. Esa vigilia tal vez necesaria. Uno tal vez a cierta edad prefiera el silencio a las voces que son estentóreas. Prefiere entonces aquellos poemas que nos toquen con su antenita invisible, que nos toquen “como las olas del mar”, escribía Borges, esos poemas que convergen en nosotros como algo sensible, algo que nos deja un recuerdo indeleble, que nos protege de la vastedad del desastre. Si esta opinión es compartida por el lector, los versos también los serán.

En la página dieciocho, leemos: “Como estas aguas”; una comunicación, un compartir la emoción con un amigo poeta —Arturo Lomello— según la dedicatoria. Lleva al sujeto poético a interrogar sobre la densidad de “esas aguas”, que no solo son las que rodean la ciudad en que ambos vivían (digo: Actis y Lomello), la ciudad a la que se alude, sino las de la purificación, las primigenias del bautismo cristiano tal vez, aquello que nos compromete con Dios, que nos pone en este camino limpios de pecado original y a la espera (el compromiso) de seguir por la vida con la exclusiva responsabilidad de los actos futuros. “Remota y bautismal” será también esa reflexión que produce en nuestro ánimo el recuerdo del río “que nos interroga con sus aguas”, esas aguas que van a dar en la mar y nos grafican en su fluir interminable la finitud de nuestro paso por la tierra. Acaso ofrenda: “En el pálido hueco de mi mano”, sea la ofrenda al mensajero un recuerdo que somos solamente un “pedazo de carne pasajera” como escribió Cátulo Castillo. El agua es también el partir de los amigos, que como ellos, nos avisa que parte dejándonos más solos, como un niño a la intemperie.

La Papelera entonces se nos presenta como dijimos más arriba “simulando” una inutilidad que no tiene, que está lejos de percibirse apenas uno hojea y ojea sus páginas prietas. Es sin lugar a dudas un trabajo que adensa y profundiza la obra de César Actis Brú, enriqueciéndola diría yo, con estos textos que por suerte salvó, con sus manos llenas de amor, su clara adherencia a la mejor poesía de estos tiempos terribles.