Con una excelente representación de Tristán e Isolda, de Richard Wagner, comenzó el miércoles en el Teatro Colón el Festival Barenboim 2018. Al frente de la Staatskapelle de Berlín y un formidable elenco de cantantes, el director ofreció una lectura implacable y conmovedora de una obra que, por su propio peso artístico y la incidencia que tuvo a partir de su estreno en 1865, bien podría considerarse uno de los títulos más significativos de la ópera de todos los tiempos. 

¿De qué manera podría explicarse el calificativo “excelente” aplicado a la interpretación de Tristán e Isolda? Acaso podría exponerse a partir de la intuición de un principio de “perfección wagneriana”. Es decir, de concebir a Tristán e Isolda como una maquinaria eminentemente musical: una gran sinfonía que en su puntual plan armónico y su perspicaz andamiaje motívico va desenvolviendo los pliegues del drama. Sobre esa idea Barenboim afirmó otra interpretación memorable. Desde el silencio sobre el que se recuesta el preludio inicial hasta el silencio sobre el que retumba el último suspiro de Isolda en el final, el director reflejó con maestría cada detalle de una partitura torrencial, en la que cada nota, cada timbre y cada gesto orquestal encierran razones e impulsan significados. Además, sus elecciones de carácter y de tempi resultaron definitivas para configurar un arco que, en más de cuatro horas de música, entre la agitada vibración del primer acto, la tensa quietud del segundo y la combinación de ambos registros expresivos en el acto final, diseñó un dramatismo arrollador y atrapante. La conmoción de una sala repleta se tradujo en aplausos al final de cada acto y la ovación del final, para los artífices, entre ellos la orquesta que significativamente saludó desde el escenario, junto al resto del elenco.  

Los grandes cómplices de Barenboim fueron la Staaskapelle de Berlín, impecable en todas sus filas, versátil y precisa, y los cantantes. Todos de nivel superlativo. La soprano Anja Kampe, como Isolda, combinó un registro amplio, parejo y de color maravilloso con cualidades escénicas sobresalientes –aun en una puesta que no exigía demasiado en este sentido–, para representar con profundidad un personaje en el que la desesperación de venganza va cambiando imperceptiblemente en desesperación amorosa y desolación. La escena final resultó sencillamente estremecedora. El tenor Peter Seiffert fue un Tristán a la altura del Wagner más exigente. Si su presencia escénica no fue la de un guerrero atildado en la leyenda, su caudal vocal fue impresionante. Incluso supo hacer de tripa corazón cuando en el tercer acto tuvo problemas de emisión, que con intuición wagneriana convirtió instantáneamente en un recurso expresivo oportuno. Sobresaliente también el bajo de Kwangchul Youn, como el Rey Marke. 

La puesta de Harry Kupfer, celebrada en diversos teatros europeos, es concisa y se plantea como un plano de apoyo que con mínimas variantes deja que transcurra la historia, bajo la luz que produce tonalidades grises, como en un viejo grabado. Sucesivamente barco, jardín, acantilado, el ángel vencido será el centro de la tierra que pisan los protagonistas, el símbolo que concentrará el aura de muerte y pesimismo que sostiene una obra infinita, siempre al límite de la historia y sus posibilidades, que en el Colón se escuchó por uno de los directores que mejor la conocen.