El pasado domingo, en el estadio Luzhniki de Moscú, durante el segundo tiempo del partido final por la Copa del Mundo, minuto 52, con el mundo en vilo por ver si sería Francia o Croacia el gran campeón del balompié, un momento de confusión acaeció en el campo de juego. Vestidas como agentes de seguridad (“celestiales”), cuatro integrantes del colectivo punk-rock Pussy Riot –Olga Pahtusova, Olga Kuracheva, Nika Nikulshina y el aliado Peter Verzilov– lograron irrumpir en el terreno, brevemente, durante medio minuto, llegando una de las muchachas a chocar palmas con el jugador galo Kylian Mbappé. Mientras el cuarteto era retirado,forzudamente arrastrado fuera de la cancha, el grupo feminista confirmaba vía redes la autoría del gesto, dando las -justas- razones que motivaron la arriesgada acción. Una acción que, entre otras cuestiones, reclama por la liberación de los presos políticos, por el fin de los arrestos ilegales en manifestaciones, contra la persecución política, contra el encarcelamiento con causas armadas...

“De acuerdo con el poeta Dmitri Prigov, fallecido hace exactamente 11 años, la policía celestial toca suavemente una flor en el campo y disfruta de las victorias del equipo de fútbol ruso, mientras que la policía terrenal se muestra indiferente ante la huelga de hambre de Oleg Sentsov (realizador ucranio, activo opositor de las fuerzas prorrusas, que cumple una condena de 20 años por el presunto delito de terrorismo, y cuya detención ha sido duramente criticada por el presidente francés Emmanuel Macron, el escritor Stephen King, el cineasta Wim Wenders...)”, advertía las Pussy en comunicado oficial. Y luego: “La policía celestial se levanta como ejemplo de la nación; la policía terrenal hiere a todos”. 

Al cabo de unas horas, sumaron otro reclamo (con el que se han solidarizado eclécticos personajes, desde el artista chino Ai Weiwei hasta la cantante brit Charli XCX): la pronta liberación de sus 4 activistas, sentenciados a pasar 15 días en prisión por haber violado “groseramente las reglas del comportamiento del espectador” durante el Mundial. Y para ahondar sus demandas, lanzaron también una canción: Track About Good Cop, extensión de su protesta en la Copa del Mundo, con letra utópica y sonido electropop. Escrita por una de las referentes más famosas del colectivo, Nadejda Tolokónnikova, sueña la compositora “con una realidad política alternativa, donde los policías, en vez de arrestarnos, se unen a nosotros; se libran de la homofobia y detienen la guerra contra las drogas o contra el terrorismo (cargos que falsa y frecuentemente utilizan para encarcelar a activistas); en resumen, por fin comprenden que es más gozoso ser empáticos que violentos con los demás”.

Aunque mucho se ha escrito los pasados días, cabe recordar que el famoso colectivo punk-rock de protesta devino símbolo global feminista en 2012, cuando una temeraria acción las puso en el candelero internacional. Sí, sí, haber irrumpido en el altar mayor de la catedral de Cristo Salvador en febrero de 2012 con su “punk prayer” apenas armadas de coloridos pasamontañas, violas eléctricas y un track de denuncia: contra la corrupción de la Iglesia ortodoxa y su apoyo al ejecutivo Vladimir Putin. Sonada performance –de apenas 40 segundos– por la que las integrantes Maria “Masha” Alyokhina y la mencionada Tolokónnikova debieron cumplir condena demencial –22 meses–, en tanto la –represora– excusa oficial tildó al hecho de “vandalismo motivado por odio religioso”. 

Al respecto, por cierto, habemus flamante novedad. Porque seis largos, largos años después de que las muchachas fueran detenidas, cercenado su derecho a la libertad de expresión, y padecieran constantes tratos inhumanos y degradantes, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ¡finalmente! se ha expedido: ha condenado el pasado martes al gobierno ruso por cometer “múltiples violaciones” contra las Pussy Riot. Doble fue la condena, dicho sea de paso, en tanto la sentencia también penó la mala investigación conducida por la muerte de la periodista Anna Politkóvskaya, símbolo de la crítica a las políticas de Putin en Chechenia y en el Cáucaso, asesinada a tiros en octubre de 2006. El Ministerio de Justicia ruso, por supuesto, dejó ya entrever que apelaría la decisión de la Corte Europea.

Aquella arrojada perfomance de 2012 y la igualmente corajuda acción del pasado domingo en un contexto brutalmente represivo como el ruso, ubican a las Pussy Riot en los anales de las valientes gestas feministas, del tipo que ha logrado capturar la atención pública sobre reclamos genuinamente necesarios, ciertamente justos. Entre las que pueden señalarse otras de grupos como el ucraniano Femen o, por qué no, las estadounidenses Guerrilla Girls. Y allá lejos en el tiempo, por supuesto, a la sufragista brit Emily Davison, que pasó todas las barreras amén de ingresar a la carrera de caballos del Derby de Londres. Harto sabido, Davison murió arrollada al lanzarse sobre la pista para hacer ondear la enseña de la Women Social and Political Union o –según otras versiones– para intentar colgársela a alguno de los participantes, con el único propósito de llamar la atención sobre el derecho al voto de las mujeres. Su martirio fue un momento bisagra, que consiguió sensibilizar a mucha gente, y una multitud formó el cortejo fúnebre.

El jockey Herbert Jones tuvo una pequeña contusión; sanó y se hizo simpatizante de la causa de las mujeres; a punto tal que estuvo presente en el entierro de otra gran feminista –Emmeline Pankhurst– con una corona de flores que no solo honraba a Pankhurst: también a su reverenciada Davison. Si soñar efectivamente es gratis, vale imaginar el día en que los “policías terrenales” de Rusia sufran tal conversión.