El foco de atención de Misión imposible nunca fue el espionaje en sí. Ni cuando era una serie de televisión a la que acá conocimos así, sin los dos puntitos, ni cuando devino saga cinematográfica y ahí sí –años 90, tiempos de plena globalización–, sumamente respetuosos de las normas internacionales, nos avinimos a restituirle los dos puntos que le habíamos soplado. Misión: Imposible. Antes de Bond, antes de M: I (¡ah, la practicidad sajona, qué cómoda es!), durante la posguerra, el espionaje fue un género abatido. Abatido por la constatación de que el mundo era un pozo de ini- quidad, de traiciones, de dobles juegos. Abatido por la certeza de que a los poderes políticos les importaba un pito “la gente”. Su gente, incluso. O sea, sus agentes. 

En los primeros 60 Gran Bretaña entrega (vende) al mundo su segundo icono pop. El primero fueron Los (primeros) Beatles. El segundo, Bond. James Bond. Muy sixties y muy british, la serie Bond reconvierte aquel género oscuro, demolido y dark de guerra y posguerra en puro plop aventurero (los viajes alrededor del mundo, esenciales a un género tan internacionalista como el espionaje), sexual, gadgetero, hiperviolento, dandy y amoral. De Bond deriva, unos años más tarde, la serie Misión: Imposible. La primera palabra del título refiere al género. La segunda, a lo que le era más específico: el carácter imposible de las misiones. De chicos la veíamos con la sonrisa de quien para adentro pensaba “¡Andaaaá…!”, y para afuera disfrutaba, gozoso, con esos salvatajes de último momento, los inauditos dispositivos tecno y el permanente juego de máscaras y dobles identidades. Los dos primeros ítems vienen en vía directa de la serie Bond. El tercero no se sabe de dónde viene, pero era lo que le daba materia a la irrealidad del asunto: esas máscaras de látex que se adherían a la piel pero eran la máscara del truco más elemental del cine. El truco del corte y cambio de plano. Truco de ilusionista, que hace creer lo increíble. 

A mediados de los 90, cuando deciden llevar la serie al cine, los productores (uno de ellos, Tom Cruise) tienen un golpe de genio y llaman a Brian de Palma. Al creador de Carrie y Doble de cuerpo se lo tenía por fantasioso parafraseador hitchockiano y parodista del terror por vía de la exageración. Pero no por lo que siempre fue: un obsesivo del simulacro, el engaño, la imposible captación de la verdad. En otras palabras, un rey de la máscara. La primera Misión: Imposible equipa a las que vendrán con una caja de herramientas que viene en parte de la serie: un verosímil que hace de la imposibilidad su casa, mucho litio y látex, operativos tan inauditos como el de Tom Cruise colgado cabeza abajo, robando el disco que es esencial para la operación. Escena clave, ya que es la que más claramente establece el culto de lo imposible. A esas herramientas, la primera M: I suma las set–pieces o grandes escenas autosuficientes, como la del robo o la de la rotura de la pecera gigante.

Autogestionándose como es propio de los dueños del circo, Cruise añade de su coleto dos elementos más, producto de un narcisismo en superscope. Uno es el lugar central del héroe (él), cada vez más marcado en el curso de la saga. Con lo cual el protagonismo grupal de la serie, inusual para el individualismo yanqui, se va desvaneciendo. El otro es el paso de la máscara a la hormona, el músculo, la hubrys cruisiana, que, obsesionada con su arribo a los 50, se propone demostrarle al mundo las cosas de las que sus agallas, su osadía, su estamina y su “bienvenida” locura son capaces. Como un Vladimir Putin del superespectáculo, monta como si fueran caballos trenes disparados a toda velocidad, asciende las laderas más escarpadas de las montañas más altas y se trepa del ala de un avión cuando éste despega. Todo de verdad, sin dobles. De la mano de su maníaca estrella, productor, factotum y beneficiario, la saga fue dejando de ser un relato cinematográfico para devenir reality extremo, del que el hombre de la dentadura XL emerge cada vez más grande que sí mismo. Los espectadores salen asombrados, agotados y con los músculos adoloridos, como de un fitness de la mente, listos para zamparse una hamburguesa triple y hablar de cualquier cosa menos de cine.