Tarumba fue el mejor. Por lo menos, en el arco fue el mejor de los últimos treinta años, mínimo -Grossi siempre era así de rotundo, pero más por el vozarrón que tenía y su corpulencia, que por arrogancia.

-¿No te parece que el Paraguayo también fue un gran arquero? -, le contestó Amaya, mientras exploraba el cenicero de chapa que decía Cinzano Seco, a la espera de la nueva ronda de café.

-Si, gran fuerza de piernas, unos reflejos bárbaros -mientras se sacudía unas migas de la infaltable guayabera paraguaya de ao po’i-, y también te reconozco que Tarumba se distraía en los partidos y que de noche no veía un pomo. El Paraguayo fue bueno pero el flaco fue un grande, que no es lo mismo. ¡El único de los dos que salió campeón en la cancha de Boca!

-Ahí lo acompañó el equipo, Grossi -Amaya no era exageradamente menudo, pero la constante compañía de Grossi lo hacía parecer mínimo. Un técnico de los que no hay más y un equipo legendario -el mozo llegó con dos cafés y unos cuadraditos de bizcochuelo con gusto a limón.

-Eso sí, Amaya, ahí tenés razón. No creo volvamos a tener un arquero como el Tarumba, pero estoy seguro que en la reputa vida vamos a volver a tener un entrenador como el Marulo -al tiempo que se paraba intempestivamente y miraba hacia un cielo imaginario y resplandeciente-. Cuando alguien lo nombra, yo me pongo de pie -. Desde abajo, Amaya lo examinó, como un alpinista a una cumbre.

-Que, dicho sea de paso, si a alguien le puso dedicación, fue al Tarumba…

-¡Imaginate! Chicato vaya y pase, pero distraído, ¡con el Marulo!, era imperdonable. Mirá, me hiciste acordar de una anécdota.

-Ché, Grossi, ¿por qué no escribís un libro sobre aquellos tres años? Sos una enciclopedia, sabés más chimentos sobre los tres campeonatos que… que… ¡que el propio Marulo!

-Mirá, saber sé, pero siempre menos que el Marulo. Como aquél, no sabe nadie. ¡Y pensar que acá nunca falta el pelotudo que tiene algo para criticarlo! O para burlarse de él. Pero qué querés, en este país hasta hay chistes sobre Cristo en la cruz, imaginate… así nos va. El cuento sucedió en el Instituto que Prefectura tiene en Gaboto, que era donde entrenábamos y concentrábamos, ¿te acordás?

-¿Cómo no me voy a acordar? ¿Cuántas veces fuimos juntos a esperar la salida de los jugadores? ¿Cómo no me voy a acordar de cuando éramos jóvenes, de cuando el Mar Muerto se acababa de enfermar? El que parece que se olvidó que nos decían “Sansón y Dalila” sos vos -Amaya bajó los ojos candorosamente, hasta encontrar la taza de café.

-Una noche, no hacía frío, estoy seguro, y había luna llena, el Marulo lo invitó a Tarumba en medio de una concentración a caminar en una de las canchas de atrás, las que están cerca de la barranca, ¿te ubicás?

-Perfectamente.

-Bueno, y ahí entró el Marulo a darle sin asco. Se venían tres partidos que eran tres finales y en el clásico, que fue nocturno, el Tarumba se había comido tres goles, que aunque ganamos lo tenían mortificado al Deté. Dos fueron porque de noche no veía un carajo, eso siempre lo supimos, pero el otro porque andaba papando moscas en el área, mirando al piso, como si tuviera que ubicar la pelota para patear el saque de meta -Grossi parecía haber nacido con un megáfono incorporado.

-¡No me hablés de aquel clásico! Granamos cuatro a tres y jugamos bárbaro, pero yo terminé más cagado que gordo en silla de plástico…

-El Marulo arrancó con la cuestión de que, en la historia, los regímenes pasan, pero los apellidos se inscriben, y que aquel equipo estaba para hacer historia y no sólo para ganar un clásico, razón por la cual el arquero no podía fallar, y eso era una cuestión de trabajar los detalles -el rostro rotundo de Grossi se ensanchó con una sonrisa-. ¡Me lo imagino a Tarumba, tratando de descular si al hablarle de regímenes, el Marulo le habría querido decir que estaba gordo! Él, que era puro hueso. Habrá mirado para otro lado, como hacía a veces durante los partidos…

-¡Qué coliflor el Marulo! Venir a hablarle de historia a Tarumba… -Amaya recordó que aquella tardecita pagaba Grossi, y pidió otra ronda de cafecitos.

-Buéh, el tema fue que de allí lo llevó a que era muy importante advertir lo que aquel joven equipo tenía de inmemorial; por la camiseta, la ciudad y el fútbol, todo lo que constituye nuestro inalienable patrimonio histórico, y que Tarumba tenía que ascender a los principios y no conformarse con la práctica, cosa que exigía ser muy detallista -dos o tres parroquianos miraron hacia la mesa, porque cuando Grossi dijo “práctica”, pareció como si a un mozo se le hubiera caído la bandeja-. “Nunca se incline frente a los halagos de la extravagancia”, le mandó; “el objetivo no es conducir sino acompañar”.

Para entonces, ya llevaban cuatro o cinco vueltas completas a la cancha de entrenamiento. El Tarumba habrá mirado a la luna, como los perros antes de ladrar y los astronautas.

Amaya, resguardado detrás de su angosto rostro de mamboretá, le hizo una seña con el mentón, invitándolo a continuar.

-Y no va que el insano del Marulo le dice: “Es el concepto del cero, ¿me entiende?, ésa es la clave, el axioma del conjunto vacío, la nada, los elementos cero, el neutronio, ¡el arco en cero! Las matemáticas dan por cierta su existencia, pero no hay demostración, y sin embargo debe existir. ¡Hay que estar generándolo todo el tiempo, en cada entrenamiento, en cada ejercicio, en cada partido! El valor cero: no nos hicieron ningún gol” -Grossi tomó aire-. ¡Imaginátelo a Tarumba! Diez de la noche, cinco kilómetros de caminata, dos horas de charla, y el colino le sale con el axioma del conjunto vacío. Le estoy viendo la cara, echándose las lanas detrás de la oreja derecha, mirando sin ver los laureles, los jacarandás y los lapachos negros del Instituto, rascándose la coronilla. “¡La vida empieza en cero y termina en cero: ése es el detalle del que usted no se puede olvidar!”, le gritó el Marulo.

-Ahora soy yo el que te pide disculpas, Grossi -dijo Amaya, acomodándose con el índice el cuello de la camisa porque la corbata le estaba apretando-, no ando muy afilado con las matemáticas. Eso, ¿qué carajo tiene que ver con el fútbol?

Grossi se rio pedregosamente y otra vez algunos parroquianos lo buscaron con la vista.

-Ah, ¿y yo qué sé? Andá a preguntarle al Marulo. Lo gracioso fue lo que le dijo Tarumba. El flaco se paró de golpe, se pegó con los dedos en la frente como si se hubiera acordado de algo, y le enchufó: “¡Ah, ahora sí que entendí todo, Profe!”.

Se hizo un silencio de un instante. De esos que llevan a los ingleses a decir: “pasa un ángel.

-“¡Ya sé cuál es el detalle! Lo que usted me quiere decir es… que estoy atajando para el orto, ¿no?”.

-El Marulo lo agarró del brazo y se lo llevó para las habitaciones, no sé si con la sensación del deber logrado el objetivo o con la certeza de lo irremediable. Pero el Tarumba, hasta el fin del campeonato, se atajó todo. Y por eso fue el mejor de los últimos treinta años, aunque el Paraguayo también era bueno.

Amaya, que desde chico había prestado atención a los detalles, se dio vuelta y lo llamó al mozo, porque ese día el que pagaba era Grossi.