Desde Barcelona

UNO Rodríguez enciende un fósforo para encender el fuego y poner la cafetera y eso es todo. Es decir: enciende un fósforo y no se escucha esa música ni se ven fragmentos muy breves de lo mejor de lo mucho que va a pasar contradiciendo a eso de que al final toda tu vida pasa en segundos frente a tus ojos. No: cuando Rodríguez era chico– lo que pasaba, en principio, era un frenético destilado de los cincuenta minutos por venir. Y vuelve a suceder, hace un rato y en un cine con un avance vertiginoso de las siguientes dos horas y pico que alcanzan y sobran. Porque hubo un tiempo en que las películas se convertían en series de tv y las series en películas pero, ay, de un tiempo a esta parte unas y otras están tan ocupadas mutando en algo muy pavo que puede llegar a durar más años que la adolescencia.

Aún así, para Rodríguez Mission: Impossible (ah, como le gustaba de niño ese título que sonaba igual y se escribía diferente y con tantas s y esos dos puntos en el medio) siempre estará ligada (por más que ahora la vea en pantalla grande y a todo color y con envolvente y atronador sonido Dolby Atmos) al blanco y negro de un televisor con antena ajustable. Y a ese viaje que hizo en su temprana juventud a Buenos Aires, donde los locales se enorgullecían de que el autor de la música de esa  serie fuera compuesta por uno de ellos. Y pronunciaban su nombre con orgullo patrio y en un mismo aliento junto a dulce de leche-birome-huellas digitales. El músico se llamaba Lalo Schiffrin y Rodríguez leyó que una vez dijo algo muy interesante acerca de su universalmente conocido theme:”La mayoría de la música está compuesta para que la bailen personas con dos piernas. Yo compuse el tema de Mission: Impossible para que lo bailen extraterrestres con cinco piernas”. Ah.

  Y Rodríguez se acuerda de ver allí, durante un invierno de ellos y un verano suyo, Mission: Impossible y escuchar como los más jóvenes entre sus tíos argentinos y revolucionarios acusaban a todo el asunto de propaganda de la CIA durante la Guerra Fría (aunque apenas se hablaba de Rusia y sí abundaba la republiqueta bananera a pelar) y glamurización del intervencionismo yanqui y apología de la black-op y la tortura físico/psicológica y todo eso. Pero a él nada podía importarle menos. Rodríguez estaba ahí sentado, junto a su prima Mirta (muslo contra muslo), fascinado porque Martin Landau (Rollin Hand, histrión-ilusionista adicto a las máscaras) y Barbara Bain (Cinnamon Carter, la seductora pero nada tonta modelo/actriz con recursos) fuesen pareja en la vida real. Y él se imaginaba que algún día él y Mirta podían llegar a ser así: tener aventuras juntos. Pero primero y antes que nada casarse y sí, decidir aceptar esa misión y ver cómo se autodestruía esa cinta dando instrucciones para que todo sea muy arriesgado pero, también, para que todo acabase saliendo bien. 

DOS La serie se emitió entre 1966 y 1973. Y a finales de los años ‘80s volvió de mala manera: los guionistas habían ido a la huelga y entonces a alguien se le ocurrió la idea de refilmar guiones viejos. Del elenco original sólo reincidía Peter Graves (como el líder de equipo Jim Phelps) y mejor no hablar de ciertas cosas. Hasta que Tom Cruise pensó que aquí estaba su oportunidad de ser James Bond. Y, sí, sus auto-producidas películas de Mission: Impossible. Rodríguez las vio todas pero se le mezclan y confunden. Y las películas de Mission: Impossible son a las de 007 lo que las Olimpíadas son al Mundial de Fútbol: se alternan y se estrenan a mitad de camino entre ellas. A la altura de la primera (en 1996) Tom Cruise era todavía una estrella a la vez que un actor “serio”. Alguien quien –habiendo surgido de ese Big Bang con dos cabezas que fue Risky Business / Top Gun– y legitimado su estatura prestigiosa con títulos como The Colour of Money, Rain Man, Born in the 4th of July podía permitirse bodrios taquilleros como Cocktail, “vehículos de prestigio” como A Few Good Men y Jerry Maguire, y no perder esa sonrisa de psicópata que sigue conservando. Más de dos décadas después, la cosa ya no es tan sencilla y Tom Cruise –luego de haber pasado por Eyes Wide Shut o Magnolia– es más bien uno de esos action-heroes raros que puede destacar en Collateral o hacerlo bien junto a Steven Spielberg y parecer completamente fuera de lugar en Valkyrie y, acto seguido, reírse de todo (incluyendo a sí mismo) en Tropic Thunder. Le pasó lo mismo que le pasó a Liam Neeson y a esa cumbre del currículm psicotrónico que es Nicolas Cage, pero sin la elegancia con que Matt Damon va y vuelve entre Jason Bourne y el resto de su carrera. También, no olvidarlo, Cruise tiene esa particularidad de la cientología, las esposas a suplantar y una serie de rumores dignos de Michael Jackson. Así, Cruise llega a la sexta entrega de la franchise luego de American Made (que no estaba mal) y de esa catástrofe sin atenuantes que fue The Mummy y que lo rebajó a actor clase A en película clase Z. Así que aquí viene de nuevo. Y lo cierto es que Mission: Impossible - Fallout cumple y dignifica y hasta es posible que sea la mejor de la serie más allá del rostro hinchado de Cruise. No es lo que fue esa obra maestra que es Skyfall para la saga del agente con licencia para matar; porque al muy golpeable pero posiblemente indestructible Ethan Hunt le falta mística y mítica. Y, además, Hunt es siempre Tom Cruise quien también es Jack Reacher y, seguro que cualquier matiné de estas, le tiran lago desde Marvel o DC. Pero Mission: Impossible - Fallout se disfruta con placer y sin culpa (su mejor efecto especial es el aire acondicionado del cine) y Rodríguez le agradece ese inicio homenajeando al fast-forward de aquellos tiempos que ya no harán rewind. ¿De qué trata Mission: Impossible - Fallout? Sencillo: trata de colgarse de algún lugar o de tirarse de algo y de perseguir y ser perseguido (de ser posible incluir helicópteros y motos) por las calles de alguna ciudad con cachet (ahora toca París) y de Tom Cruise mostrando sus dientes Colgate y de colgarse de otro lugar y de tirarse desde otra parte y a seguir persiguiendo para que no te persigan. Y siempre es noticia el que Cruise insista en no utilizar dobles en todas las demenciales secuencias de ultra-riesgo y que se rompa alguna cosita de su cuerpo –sin ánimo de ser psicoanalítico, además Cruise está en contra de toda terapia y considera que deberían prohibirse– Rodríguez casi diagnosticaría que lo que este hombre quiere es, sí, aquello que se conoce como “desaparecer en acción”. 

TRES Pero todavía no. Lo sólido no solo no se desvanece en el aire sino que, además, suele fosilizarse. Y Tom Cruise va en camino a eso mientras –imagina Rodríguez– en sus noches de insomnio le reza a Xenu para que le conceda el milagro de una reinvención en crepuscular grand auteur como la de Clint Eastwood o algo así. 

Mientras (en los noticieros no deja de hablarse de los tapes de Corinna “Milady de Winter” zu Sayn-Wittgenstein, “amiga entrañable” del rey emérito juan Carlos I;  o de la creciente imposibilidad para Pedro Sánchez de llevar a cabo la misión de gobernar en minoría; o de un Puigdemont cada vez más parecido a Austin Powers y diciendo cosas como que el sur de Francia también es Cataluña, así que puede volver cuando quiera a su rogue nation con ghost protocol sin caer preso) Rodríguez se dispone a viajar a la Sevilla de sus ancestros. Allí donde arranca su primera familia y Mission: Impossible 2, la peor de todas (la próxima, por qué no en Barcelona, con las calles ahora bloqueadas por los taxistas en huelga). Allí, Rodríguez “decidió aceptar” que por unos días, coincidirá toda la familia para, juntos, pasar unas felices vacaciones colgando no de un cable sino (de)pendiendo de un hilo. Y, distraído en y con eso –mientras en la tele pasan el último “hit” veraniego de algún concursante de Operación Triunfo ideal para terrestres no con cinco patas sino con medio cerebro– Rodríguez se quema con ese ya mencionado fósforo que encendió y se olvidó de soplar y apagar.

Misssssion: Imposssssible.