Desnudar el alma de la persona sobre la cual se escribe. Ese quizá sea el objetivo último de cualquier biografía, más allá de la polisemia oculta del término “alma”. Desnudar el alma de un artista, de cualquier rubro o filiación, implica investigar posibles orígenes y causas de tal o cual rasgo o patrón, las razones del interés por ciertos tonos y temas, las marcas de nacimiento y las evoluciones ulteriores, como si el autor adoptara momentáneamente las vestiduras y actitudes de un psicólogo de las fuerzas éticas y estéticas de la creación. La autobiografía, a su vez, posee características peculiares. ¿Cuánto se recuerda? ¿Qué se quiere recordar? ¿Qué aspectos son verdaderamente relevantes cuando la memoria es tan selectiva como melindrosa? ¿Hay cosas que se desean dejar de lado o incluso ocultar? “Cuando hace algunos años decidimos escribir juntos Room to Dream había dos cosas que deseábamos conseguir. La primera era acercarnos lo más posible a la idea de producir una biografía definitiva; es decir, que todos los datos, personajes y fechas fueran correctos y que todos los participantes pertinentes estuvieran presentes y fueran tenidos en cuenta. La segunda: queríamos que la voz del sujeto jugara un rol prominente en la narración”. La firma es compartida al final de la introducción de las casi seiscientas páginas del libro: David Lynch y Kristine McKenna. Y lo que viene a continuación del breve prólogo es un paseo por la vida privada, profesional y creativa de uno de los grandes artistas vivos y en actividad nacidos en los Estados Unidos. El volumen, lanzado hace poco más de un mes en los mercados angloparlantes, ilumina rápidamente la solución hallada por los autores (el propio Lynch y la periodista, escritora y curadora de arte McKenna) al planteo original: como si se tratara de un díptico, cada uno de los capítulos está dividido a su vez en dos mitades o subcapítulos. El primero, a la manera de una biografía tradicional y en estricto sentido cronológico, describe un período particular en la existencia del homenajeado; el texto, en tercera persona, acopia datos, experiencias, anécdotas y una ingente cantidad de citas consistentemente datadas. El segundo, escrito en primera persona del singular por Lynch –como una suerte de “devolución” personal del texto original– se monta sobre las ideas de McKenna y revisa, amplía e, incluso, corrige ciertos detalles (en otros casos, admite no recordar en lo más mínimo haber participado en tal o cual evento o situación). La diferencia de tono en cada una de las fracciones de los capítulos es evidente desde el primer vistazo: la bio factual es seria, sin caer nunca en la sequedad o la solemnidad, al tiempo que su contraparte hace uso de un lenguaje más coloquial, salta constantemente de un recuerdo a otro, de un tema a otro, de manera similar a como suele hacerlo la mente en una situación cotidiana. ¿Un proceso lyncheano, el de traducir ese chispeo cerebral en palabras? Tal vez. Lo cierto es que la constante conversación entre la biografía y la autobiografía, entre la investigación formal y la búsqueda en los archivos mentales de los recuerdos, es lo que le aporta a Room to Dream una cualidad única. Tan única como la filmografía del cineasta, cuya obra comienza con una serie de cortos experimentales y el aún hoy inclasificable largometraje Eraserhead y culmina, hasta la fecha, con esa bomba atómica audiovisual llamada Twin Peaks: El regreso.

Antes de eso, Lynch fue pintor. Pintor de arte, no de paredes. Y antes de eso fue un niño, nacido y criado en un interior de los Estados Unidos que ya no existe, como se afirma en más de una ocasión. Luego de Missoula, en el estado de Montana, la ciudad que lo vio nacer, la primera de una serie de mudanzas familiares lo llevó a Boise, en Idaho (su madre era docente y su padre, un científico, empleado del Ministerio de Agricultura). En un típico barrio suburbano de clase media y en pleno coletazo del baby boom de posguerra, el joven David Keith Lynch –entre juegos y los estudios primarios– vio cómo el telón de los años 50 se descorría ante sus ojos. Allí vivió una infancia que considera ideal, idílica, incluso. A pesar del conservadurismo de sus padres, que sólo se transformaría en un escollo para su crecimiento años después, durante la adolescencia. “El aspecto más significativo de la década que quedó marcado en él, sin embargo, es el modo de esos tiempos: la capa reluciente de inocencia y bondad, las fuerzas oscuras pulsando debajo de ella y el encubierto aspecto sexy que impregnaba esos años forman una suerte de piedra angular de su arte”, afirma McKenna. Con justa razón: las cercas blancas que abandonan su candor para transformarse en señales ominosas de algo todavía innombrado, el diner rutero o citadino, con sus empleadas de primoroso peinado y vestido perfectamente planchado, los autos de gran porte cruzando rutas que parecen detenidas en el tiempo, forman parte del potente imaginario del realizador. Un lugar al cual se vuelve una y otra vez porque resulta confortable y, al mismo tiempo, misterioso. Una de esas marcas de nacimiento artísticas. “Tengo el recuerdo de estar sentados en el cordón de la vereda en quinto grado, leyéndonos mutuamente en voz alta cosas de la revista Mad y aullando, y cuando vi el primer episodio de Twin Peaks reconocí ese mismo sentido del humor”, recuerda algunas páginas después un vecino de la infancia de Lynch. Revistas de historietas, la fabricación de peligrosas bombas caseras, el juego constante en las calles y aledaños, la posibilidad de la aventura. Poco cine, por el momento. “Las películas no formaban una parte importante de Boise en los 50. Recuerdo haber visto Lo que el viento se llevó en un cine al aire libre en Camp Lejeune, Carolina del Norte, en un parque segado de manera muy bella. No me acuerdo de cuándo fue la primera vez que vi El mago de Oz, pero la película se quedó conmigo, en cualquier lugar en el que estuviera. Aunque en eso no estoy solo. Estoy atrapado junto a un montón de gente”. No hace falta escarbar mucho: los ecos lejanos del viaje de la pequeña Dorothy y su perrito Toto a las tierras de Oz se oyen de manera clara y fuerte en cada una de las visitas a ese universo paralelo de cortinados rojo sangre, habitado por los más extraños seres.

Una imagen en movimiento

Otras fuerzas misteriosas comenzaron a hacer eclosión en Lynch Jr. La descripción de su primera masturbación (“No pasaba nada, ¿no es cierto? Y, de repente, esta sensación. Pensé, ¿de dónde viene esto? Era como descubrir el fuego”) se cruza con el descubrimiento del rock and roll y dos o tres anécdotas ligadas a los primeros encuentros con la muerte real, no la de la de las historietas o el cine. También con otras instancias misteriosas y perturbadoras que están más allá de la compresión cabal de un chico de diez años. “Estábamos en el final de la calle, de noche, y desde la oscuridad –que era tan increíble– surge esta mujer desnuda de piel blanca. Tal vez tuvo que ver con la luz y con la manera en la cual salió de la oscuridad, pero me pareció que su piel era del color de la leche, y su boca estaba ensangrentada. No podía caminar muy bien y parecía bastante maltrecha y estaba completamente desnuda”. En otro pasaje de Room to Dream (un juego de palabras que puede llevar tanto a un “Cuarto para soñar” como a “Un espacio para soñar”), Lynch detalla su paseo por una morgue y el descubrimiento de que las bolsas utilizadas para drenar los miembros y órganos de los cadáveres adoptaban una particular forma, como si fueran “bolsas sonrientes de la muerte”. De allí el título de uno de los capítulos del libro. Cuando, años más tarde, el joven Lynch deteste ir a la escuela secundaria y sus días y noches se dividan entre las parrandas y una cada vez más seria afición a la pintura, algunos de esos recuerdos terminarán plasmados de manera indirecta en la tela. Varias de esas obras tempranas se consideran perdidas (el libro describe un óleo cuyo centro era una figura espectral vestida de novia), pero la producción de pinturas e instalaciones nunca se detuvo y continúa hasta la actualidad, aunque ha sido eclipsada en gran medida por sus películas y trabajos audiovisuales. En cuanto al aspecto general y el tono de gran parte de su obra plástica (y cinematográfica), Jack Fisk –amigo personal de Lynch desde su temprana juventud y un importante diseñador de arte cinematográfico cuya carrera va de Badlands, de Terrence Malick, a la reciente El renacido, de Alejandro González Iñárritu– no duda en afirmar que “David siempre tuvo una disposición alegre y una personalidad luminosa, pero también siempre se ha sentido atraído hacia las cosas oscuras. Ese es uno de los misterios de David”.

   Cineasta y pintor, pero también músico, fotógrafo y escritor, Lynch comenzó a dar los pasos definitivos que darían a luz a su carrera luego de una mudanza a la ciudad de Filadelfia, en plena eclosión de los violentos conflictos raciales que marcaron la ciudad. Y del primero de cuatro casamientos formales seguido del nacimiento de su primer hijo, una niña, en 1968 (en una época en la cual la presencia de los futuros padres durante el parto esa impensable, Lynch logró que el médico obstetra lo autorizara a acompañar a su mujer, luego de comprobar que la imagen de la sangre no lo perturbaba). “Tener un hijo no me hizo pensar ‘Ok, ahora debo sentar cabeza y ser serio’”, escribe Lynch con humor y algo de incorrección política. “Fue como... no como tener un perro, pero sí como tener otra clase de textura en la casa. Y los bebés necesitan cosas y había cosas con las que podía contribuir. Escuchamos que a los bebés les gusta ver objetos movedizos, así que tomé una caja de fósforos y los doblé en diferentes direcciones y los colgué de un hilo. Me gusta creer que elevé su coeficiente intelectual, porque Jennifer es muy inteligente”. Poco antes de esa novedad en su vida privada, a comienzos de 1967, en un instante que podría considerarse infinitesimal o infinito, ese joven adulto algo excéntrico –que se vestía con saco y zapatillas cuando nadie lo hacía y que, en ciertas épocas, dormía demasiado y solía sufrir de constantes males estomacales– atravesó una experiencia que McKenna define como “el evento central en el mito creativo de David Lynch”. Trabajando en un pintura que incluía un denso follaje, el artista sintió un ligero viento y “vio” como la imagen se movía levemente. Para alguien que confiesa no haber consumido más drogas que alguna ocasional pitada a un porro durante sus años mozos (una de esas veces, la paranoia lo hizo abandonar un recital de Bob Dylan), la experiencia debe entenderse como una alteración sensorial con algo de sino autoimpuesto. La idea de pintura en movimiento devino en el alquiler de una cámara manual de 16mm, el desarrollo y puesta en marcha de los primeros cortometrajes amateurs y una oportunidad para estudiar en el American Film Institute de Los Angeles. Corría el año 1970 y el futuro de Lynch como director de cine comenzaba a sellarse.

Volver a ser

Room to Dream le dedica un capítulo a cada uno de los proyectos cinematográficos y televisivos que Lynch encararía a partir de su ópera prima, Eraserhead (1977), aunque también se detiene en otros detalles de su vida artística, incluidas la incansable producción pictórica y su incursión en la música. Ciertas zonas privadas son asimismo puestas en discusión, incluidos algunos aspectos no demasiado luminosos (“No fui el mejor padre”, admite Lynch en un par de ocasiones), y recorriendo la extensa galería de novias, esposas y amantes que marcaron sus cinco décadas de adultez. “No hay malicia en Papá y él no hace esas cosas por egoísmo, no es así en absoluto”, afirma Jennifer Lynch, su primogénita. “Es sólo que él siempre ha estado enamorado de los secretos y las travesuras y la sexualidad, y es travieso y ama genuinamente el amor. Y cuando te ama, eres el más amado, y así es feliz y tiene ideas y todo es locamente romántico”. También, desde luego, su compromiso con la meditación trascendental, que algunos especialistas han relacionado no pocas veces con ciertos registros de su obra. Si bien es un tema que ha sido analizado en otros textos en infinitas ocasiones, resulta muy interesante leer, en primera persona, los placeres, dolores, tentaciones y renuncias creativas de un joven cineasta independiente que pasó de dirigir un film de bajo presupuesto a ser contratado por uno de los grandes estudios de Hollywood, apenas dos años después, para comandar un proyecto de envergadura y varias figuras en el reparto, El hombre elefante (1980), y de allí a ponerse sobre los hombros una superproducción de cuarenta millones de dólares que insumió un año y medio de su vida, Duna (1984), un debut y despedida definitivos de esa clase de proyectos (Lynch describe con lujo de detalles su encuentro con George Lucas, quien le ofreció dirigir nada menos que El imperio contrataca, oferta que, tal vez sabiamente, no aceptó). Especialmente destacable es el relato que Lynch hace de su vínculo con el poderoso productor italiano Dino de Laurentiis, responsable de la masacre de Duna en el montaje pero también de ofrecerle libertad creativa absoluta en su siguiente largometraje, Terciopelo azul (1986), la indudable primera obra maestra en el canon lyncheano. “De pronto, algo podía ser descripto como lyncheano y la gente entendía de qué se estaba hablando”, escribe McKenna. “Ese nivel de éxito tiene sus pros y sus contras, por supuesto. Cuando permeas completamente la cultura popular ésta responde absorbiéndote, luego asumiendo que te conoce y, finalmente, asumiendo que tiene derechos sobre ti”. De las regiones indies al centro de la escena y de allí, lentamente, de nuevo a la independencia total, al tiempo que la figura de Lynch iba adquiriendo el estatus de autor total y absoluto. El último capítulo relata la enorme lucha detrás del retorno de Twin Peaks, un proceso que llevó años de discusiones presupuestarias y creativas hasta que la luz verde finalmente se encendió por completo. El aplauso de varios minutos luego de la proyección de los dos primeros episodios en el Festival de Cannes, el año pasado, es recordado con cariño: “Fue hermoso. He ido a Cannes cuando las cosas no se daban de esa manera”. Casi pidiendo disculpas, en el último párrafo de Room to Dream Lynch afirma que “se puede hacer un libro entero sobre un solo día y así y todo no capturarlo todo. Es imposible contar realmente la historia sobre la vida de alguien y a lo máximo que podemos aspirar es a transmitir un muy abstracto ‘Rosebud’”. Quizás ese Rosebud sea la oreja cortada que, en el centro de su filmografía, terminó transformándolo en el surrealista cinematográfico más popular desde Luis Buñuel. O quizá sea otra cosa, bien distinta, bien oculta entre los pliegues de un cortinado rojo.