Las llamadas consultoras de la city son firmas que, financiadas por las principales empresas del país, se especializan en el tráfico de información económica. Con ello las empresas no sólo financian la recopilación de una información mayormente predecible, aunque con pretensión predictiva, sino también a quienes funcionan en el escenario público como sus ideólogos, los economistas profesionales. Salvo excepciones, el tono de los informes producidos por las consultoras es mayormente monocorde. Las visiones son siempre fiscalistas y las recomendaciones de política son las que endulzan los oídos empresarios, a la sazón sus financistas. ¿Y qué desean los empresarios? Nada muy complejo: un mundo con menos impuestos y menos regulaciones.

Así como el trabajador demanda aumentar su salario y mejorar sus condiciones de trabajo, el empresario quiere reducir sus costos, pagar lo menos posible por los insumos productivos, entre ellos el trabajo, minimizar las cargas impositivas y, por supuesto, que nadie se inmiscuya en el mundo de la producción al que consideran propio. No hay ni buenos ni malos aquí, sólo la descarnada lógica de los actores. Una lógica que, dicho sea de paso, debería ser el insumo básico para los hacedores de política.

Las consultoras, entonces, trabajan para sus mandantes y, en consecuencia, proporcionan los elementos teóricos y la información necesaria para reclamar desregulación y menores impuestos. La teoría económica dominante es la gran aliada para la tarea. Sus postulados y la de quienes hablan por ella es que “lo que es bueno para las empresas es bueno para la economía”. Desde la teoría, que aquí funciona también como ideología, a esto se le llama “economía por el lado de la oferta”. El Estado es el enemigo porque cobra impuestos que son siempre “distorsivos” y, según los apologistas más energúmenos, “un robo”. La idea es que con menos Estado se necesitan menos impuestos y de paso se obliga a reducir los subsidios y transferencias, que de acuerdo a las visiones más vulgares, sólo “mantienen vagos” y distorsionan los precios de mercado.

Luego los empresarios y las clases medias altas que gerencian las empresas o les brindan servicios no son mayormente usuarias de los servicios públicos de salud y educación. En consecuencia, el Estado sólo debería concentrarse en la infraestructura que facilite la logística, desde la distribución de energía y comunicaciones, a puertos y caminos. A lo que se agrega, por supuesto, la seguridad, clave en un entorno en que parte de la población comienza a ser excluida. En este contexto ideológico, las diatribas contra las universidades del conurbano o la negación de recursos para nuevos hospitales públicos no deberían sorprender.

Quizá no haga falta decirlo, pero dejemos testimonio. En sus proyecciones las consultoras no pegan una. Ninguna predijo la crisis iniciada en abril que desembocó en la entrega de la conducción económica al FMI. Sus números sobre la evolución de las variables económicas siempre resultan pesimistas bajo gobiernos populares y optimistas bajo gobiernos neoliberales, las correcciones al alza en el primer caso y a la baja en el segundo, como ocurrió nuevamente esta semana, se hacen sobre la marcha y sin que nadie reclame. Todas predijeron que 2018 sería un año de crecimiento moderado y baja inflación. Allí están los registros del REM (Relevamiento de Expectativas de Mercado) del BCRA para quien quiera chequear los datos.

Una característica notable de los informes es el lugar que en ellos ocupa “la política”, la que constituye siempre una interferencia, un límite para la velocidad y profundidad de “las reformas”. Nótese que a mayores reformas mayor sufrimiento social y, por lo tanto, mayor resistencia política. Luego, se debe tener cuidado en los años electorales de no ir muy rápido porque el descontento podría terminar en la peor amenaza, en la que más asusta a “los inversores”, los únicos receptores de los mayores esfuerzos y desvelos, a saber: el populismo.

Para esta visión de la economía por el lado de la oferta los ajustes son siempre virtuosos, purificadores, porque permiten eliminar “las distorsiones” de la economía. Desde mayo, bajo el peso abrumador de la evidencia, las consultoras comenzaron a predecir la recesión. La caída, que ya comenzó, será tan fuerte que el año terminará en rojo a pesar del arrastre estadístico positivo de 1,5 puntos que dejó 2017, mientras que la inflación superará los 30 puntos. En consecuencia, habrá estanflación, porque el ajuste de precios relativos no se detendrá. A la devaluación se sumará la continuidad de las subas tarifarias cuyos precios fueron atados al dólar. Como también comenzaron a mostrarlo los números, la recaudación crecerá por debajo de la inflación licuando los recortes del gasto primario. Sólo se mantendrán incólumes y crecientes los pagos de los servicios de deuda. Es la vieja dinámica de todos los ajustes, la del perro que se muerde la cola.

Sin embargo, como enseña la historia, los ajustes siempre terminan. En algún momento, efectivamente, la economía deja de caer. Lo que queda cuando comienza la recuperación es otra estructura de distribución del ingreso y de funciones del Estado, el objetivo buscado. Pero el ajuste del presente será distinto, no seguirá el curso tradicional. El gobierno y las consultoras ya saben que la plata del FMI no alcanzará, que será necesario tomar más deuda con privados. Solamente para 2019 el cálculo es que faltarán, si todo va bien, alrededor de 20.000 millones de dólares. El problema es que los inversores externos también saben que a diferencia de 2015, la economía se encuentra sobreendeudada y sin capacidad para generar los dólares para el repago. Solamente prestarán los más arriesgados y a tasas de default, lo que acelerará los acontecimientos, más aun cuando no es posible asegurar la continuidad del modelo. La esperanza entre algunos funcionarios es que eso que llaman “el mundo” no dejará caer a un gobierno “amigo de los mercados”, de derecha y funcional a los intereses hemisféricos de Estados Unidos. Hasta imaginan la asistencia financiera directa de Estados Unidos, una predicción poco realista y sin antecedentes. Y mucho menos en la magnitud que demanda la economía local. En consecuencia, la verdadera discusión económica ya pasó a otro nivel y no se encuentra en los informes de las consultoras. Es la pregunta por el cuándo de la crisis. ¿Será el próximo diciembre o en 2019? ¿Le tocará a este gobierno o la heredará el próximo? Estas preguntas sintetizan la desesperación del aparato de inteligencia–judicial–mediático por hablar de otra cosa, una tarea que, al igual que el endeudamiento, resulta cada vez más costosa.