Es imposible entender la historieta de aventuras de la década del ‘70 sin considerar el éxito de Gilgamesh, el inmortal. Doedytores publicó recientemente los primeros capítulos de su historia bajo el subtítulo de “El Origen”. Se trata de doce aventuras publicadas originalmente entre 1970 y 1973 y que sintetizan al personaje y sus rasgos esenciales.

La historia del personaje es harto conocida, pero no está mal repetirla: Gilgamesh era un rey-sacerdote en la antigua Sumeria que, por azar del destino, salvó la vida de un alienígena quien en agradecimiento lo condenó a la inmortalidad. A partir de entonces, el personaje deviene héroe trágico que pasa sus días viendo envejecer y perder su camino a la humanidad. Un personaje semejante, además, permite a su creador y los autores que le siguieron aventuras en cualquier época. Lo que distingue al personaje es que sus peripecias no son episodios intrascendentes, sino reflexiones sobre el sino humano.

En este sentido, es clara la influencia de 2001: Odisea del espacio, la película de Stanley Kubrick y Arthur C. Clarke. Aunque aquí hay un único protagonista a lo largo de todo el relato, su posición como testigo privilegiado de la historia humana lo acerca al existencialismo de Odisea. Sin embargo, este rasgo está atravesado por cierto cambalachismo tanguero en plan “el mundo fue y será una porquería”, cierta resignación ante lo vano de los esfuerzos por hacer del mundo un lugar mejor. Porque además, el protagonista podrá ser inmortal, pero eso no lo vuelve infalible ni omnipotente. Se equivoca constantemente, demora en aprender disciplinas o campos de estudios muy complejos y algunas adversidades pueden aislarlo durante años del desarrollo de sus semejantes. A Gilgamesh cuesta sorprenderlo con el alma de la especie, pero eso no lo convierte en un personaje pagado de sí mismo, de esos héroes cancheros que triunfan siempre. De hecho, pierde seguido. Y eso sucede tanto en las primeras aventuras, creadas íntegramente por Lucho Olivera, como en las siguientes, trabajadas junto al guionista Sergio Mulko.

  Ahora, estos rasgos tienen algunas consecuencias sobre la narrativa que proponen los autores. El impacto más notable se da sobre la voz en off, que no sólo hace avanzar la historia: en general es muchísimo más importante que el dibujo. Tanto que en muchos pasajes Olivera planta más de veinte viñetas por página que son básicamente texto con algún dibujo alusivo. Casi cincuenta años después de su aparición, esto hoy se lee formalmente avejentado, aunque por entonces aún funcionaba e incluso podía entenderse como una versión más extrema de la novedad formal que Héctor Germán Oesterheld impulsó con los diálogos internos de los personajes de El Eternauta. Gilgamesh es un personaje que reflexiona y discurre consigo mismo. Al punto que en la primera mitad del libro apenas hay diálogos con otros personajes.

Esto no significa que todo el libro trasunte elementos formales envejecidos. De hecho, Olivera desgrana aquí y allá un trabajo metatextual con otras obras suyas que bien quisieran para sí algunos autores contemporáneos. Por ejemplo: abundan las alusiones a Nippur de Lagash, otro de sus emblemáticos personajes. Y el dibujo mismo de Olivera, muy sólido desde lo académico (aunque hoy ya nadie dibujaría mujeres así), alcanza momentos inspiradores cuando la acción se traslada de la Tierra al espacio. Sus retratos de un mundo devastado y sus soluciones gráficas para los viajes galácticos son aún hoy notables. Es, al cabo, una historieta inmortal.