“El misterio de qué es el flamenco en una pieza teatral”. Eso es lo que dice Imanol Arias que es La vida a palos, la obra que, con producción del teatro Maipo, fue pensada especialmente para montar aquí, aunque ya tuvo su preestreno (o “ensayo general con público”, dirá el actor), en Bilbao y Madrid. La especial puesta, que reúne en realidad varias historias, “como en un juego de espejos”, nació de un encargo de un amigo del actor: el poeta gitano Pedro Atienza, que antes de su muerte “lo conminó”, cuenta el actor, a llevar su texto al teatro, “para mostrarle al mundo lo que es flamenco”. La vida a palos también cuenta con la participación de los actores Aitor Luna y Guadalupe Lancho, del cantaor Raúl Giménez y del violoncelista Barnabas Hangonyi. Se estrena en el Maipo (Esmeralda 440) este viernes a las 20.30, y tendrá funciones de miércoles a domingos, durante cuatro semanas.

“Saura consiguió llevar el flamenco al cine, Antonio Gades o Sara Baras lo habían llevado a la danza. Me refiero a una dimensión que se pueda entender en Buenos Aires, en México o en París. Porque el flamenco era antes un arte no escondido, pero que solo se veía de verdad a partir de las cuatro de la mañana, en las cuevas gitanas, se grababa muy poco. Hasta que Camarón de la Isla se junta con Paco de Lucia y después con gente que hacía rock fusión, lanza al mundo su música, la mayor expresión del flamenco, como nunca se había visto antes. Se interesa el mundo, lo produce Quincy Jones, le echan el ojo tipos como Mick Jagger… En fin, el flamenco se abre al mundo, pero desde el teatro, faltaba un poco encontrarle esa dimensión”, analiza el actor en diálogo con PáginaI12.

En ese “juego de espejos” que dice Arias que propone La vida a palos, hay un protagonista, “el Alcayata”, una suerte de alter ego del escritor, que se reencuentra con el hijo que abandonó, y hay también un amigo, ambos interpretados por Arias. “Atienza también tuvo una ‘vida a palos’, de muchos viajes. Esa idea se trabaja con audiovisual, y concluye con una película; hay 3D, hay muchas cosas dentro de una historia muy flamenca. Y muchos tópicos: la ‘pureza’ del flamenco, las rivalidades de los cantaores, la paternidad, la dificultad del artista de ser padre y artista, la mediocridad que puede sentir un artista al estar con una mujer y un hijo, la ausencia, los padres putativos… También se habla de la trascendencia, de dejar un legado. Y es en sí un legado, porque Pedro Atienza me lo entregó a mí”, relaciona Arias. 

–¿ Y cómo fue que el poeta Pedro Atienza “le legó” esta obra?

–Pedro Atienza un hombre que era un escritor de flamenco, poeta, pero payo, con un lenguaje cultísimo, un lector empedernido, lo único que hacía era beber, estar por las noches, y leer y leer. Era un gitano en la Biblioteca Nacional. El hacía cosas con el flamenco, escribió letras para Camarón, y siempre la pretensión era: qué salto hay que dar, que forma estética se puede encontrar, para que, sin perder la esencia, pueda viajar por el mundo.

–¿Fueron muy amigos?

–Yo no era de sus mejores amigos. El tenía muchísimos amigos. Y tenía varios mucho más amigos. Pero me eligió a mí. Me puso el dedo y me presionó contra la pared hasta que se murió. Un mes antes de morir me llamaba, me decía: esto tiene que ser teatro. Pero no tenía una estructura teatral. Se puede hacer una pieza teatral con un texto de Borges en primera persona, pero hay que adaptarlo, hay que trabajar sobre eso… 

–¿Y el texto original era en primera persona?

–Sí. Y empieza como todos los textos raciales y flamencos: “Según me tienen dicho yo vine al mundo con el rumbo errao, con trampa incluida, con maldición inscrita”... Y es la historia de un legado: un hombre que busca al hijo de su amigo para darle su testamento: haz algo con esto. ¿Qué cojones puedo hacer yo con esto?, le dice su amigo. Darle forma a una vida que ha desaparecido, solo se puede hacer siendo su hijo, y desde la ficción. 

–¿Y algo así hizo Atienza con usted antes de morir?

–El me da el texto como cuatro años antes. Pero el tema era: ¿Cómo hacerlo teatro? El decía: Quitándole el tono pesao y faltón del flamenco. El recitaba a veces, yo le acompañaba, con un cantaor, sobre coplas suyas, recitaba historias de cantaores. Tenía una cosa muy tonante y admonitoria, como recitan los poetas: “Se llamaba Julio Sánchez, era gangoso, torpe, feo, maloliente, pero cantaba como los dioses, todo el mundo iba a verle cuando el cantaba. El misterio de esa voz que te echaba gañafones al alma no estaba en su olor ni en su presencia que era pestilente. Era faltón, falto de educación, pero tenía duende”… (imita el tono áspero y grave del poeta). Entonces él decía que yo tenía que hacerlo en teatro porque había que hacerlo en castellano. Siendo gitano es muy fácil, aquí el reto está en que todo el resto llegue a tener una admiración y un respeto y cariño, porque le hablan con sus tonos, pero con un lenguaje misterioso y antiguo.  

–¿Y cómo hizo para “pasarlo al castellano”?

–Yo estuve cuatro años huyéndole despavorido. Solo le faltó venir al teatro a verme, pararse en medio y gritar: ¡me debes una función!, para boicotearme. Hasta que me llamó y me dijo que ya estaba muy malito. Y además estaba en Jerez. Supe lo que pasaba: estaba en un cementerio de elefantes. Ahí terminó Camarón, ahí terminan casi todos. Y tuve que decirle: le voy a ser muy sincero maestro, no tengo ni puta idea de qué hacer con esto. Puedo, como te lo he prometido, algún día hacer un recital leyendo. Lo que pasa es que no podía leer 110 páginas. Entonces me dijo: te voy a mandar una versión teatral. Me mandó el mismo texto dividido en once cuadros que son los once palos fundamentales del flamenco. ¡Así lo resolvió! (risas).

–Mucho no ayudó…

–Pero al final introduce el cuadro en el que aparece un joven, que era su hijo, a quien había abandonado de pequeño. Eso aparece en esa versión a la que llama estructura teatral. Y a partir de ahí es cuando se establece una función paralela, la búsqueda y el reconocimiento de un hijo. 

–¿Su trabajo actoral fue entonces empaparse de toda esa cultura gitana, pero pasándolo al castellano?

–Al principio me salía con los acentos que yo le conocía a él. Los textos son poéticos, tienen cadencia. Y tienen estructura de flamenco. Entonces todo el trabajo de la directora (la genial Carlota Ferrer) fue sacarme de ahí y cumplir la determinación del autor. Sin embargo sí, soy flamenco, muevo las manos como flamenco, tengo los anillos. Aquí se da una imposibilidad momentánea, ojalá algún día alguien pueda conseguirlo: no hay dios de actor que pueda ser un gran cantaor de flamenco, y no hemos encontrado un cantaor de flamenco capaz de hacer un Shakespeare. Entonces hemos tenido que hacer otro juego de espejos. Lo canta Raúl Giménez, posiblemente el cantaor desde Camarón más limpio, impresionante y con alma, que tengo la bendición de que se ha embarcado aquí unos meses. Pero incluso en los monólogos, todo mi aprendizaje, que todavía está en marcha, es moverme como ellos, como ellos mueven las manos, de una manera muy simple. Y tengo un monólogo largo, donde cuento la cárcel, el viaje, el amor, sentadito en un taburete, con una camisita, pantalón y botines. Ahí el trabajo es todo del cuerpo, de la gestualidad. 

–Usted habla de “una obra sobre el misterio del flamenco”. Sin embargo las notas de los medios españoles hacen más hincapié en la relación de un hijo con un padre... 

–Eso resurge porque quizás la parte más conmovedora son unas nanas, y los cantos de ausencia, los cantos funerarios que no son tales. Hay un monólogo: “No debía tener mi hijo un año y medio cuando lo perdí para siempre, y el culpable fui yo, que ni padre ni hijo he sabido ser, a pesar de haberlo sido de antes”. Y se mete Raulito con las nanas, es una cosa demoledora. Quizá por eso, y porque en el flamenco la tradición se pasa de padres a hijos… 

–En la obra iba a trabajar inicialmente su propio hijo, Jon Arias. ¿Qué pasó?

–El ya tenía un proyecto para una superproducción de Netflix (Instinto, con Mario Casas), y finalmente le salió. El nunca había querido ser actor, hasta entonces, se había dedicado a recorrer Europa con un grupo de rock and roll tipo Arctic Monkeys, en inglés, montando y desmontando con la furgoneta, recorriendo todos los festivales, llegando con la lengua afuera a fin de mes... Hasta que se acabaron los festivales y dejó de ser el grupo joven (risas). Pero si estuvieron como seis o siete años en eso. No llegamos a hacer La vida a palos pero estuvo una semana ensayando, y hay un monólogo que trabajo él con el adaptador. Le dijo: Mira, yo también tengo un padre artista, fijate esto, y esto, y esto. Seguramente cuando sus compromisos se lo permitan volverá a la función. De todos modos trabajar con Aitor es un lujo total, además somos los dos vascos, eso ha resultado mucho. 

–¿Cuál es su relación con el flamenco, más allá de esta obra?

–Me atrapa el flamenco como me atrapa el tango, son estas músicas de barrio y de historia. Yo había oído a Gardel, a muchos, mucho tango, y cuando oí a Goyeneche, me pareció que todo el tango le pertenecía. Lo cantaba como si lo hubiera cantado siempre, como si todos los demás hubieran hecho una aproximación. Sin ser erudito, como un simple oyente, encontraba algo en ese hombre, al que pude ver un par de veces en directo, que transfería todo el tango. También se habla de eso en la función: alguien que roba una soleá y la convierte en un mito, él mismo.   

–El tango y el flamenco, de hecho, tienen mucho en común…

–Vienen de un árbol común que es el barrio, el no mestizaje. La inmigración, en el caso del tango, y en los gitanos la vida trashumante. Ellos se crían a la intemperie, huyendo siempre de la policía en la noche, que es cuando los gitanos cambian de fogata bajo el manto de las estrellas. Y el oficio de la necesidad, les enseña las cosas. Sobre todo cantar, que es su expresión máxima. Como son herreros, hacían “alcayatas”. Mi personaje se llama “el Alcayata” porque “él nació llorando y cantando, su lloro era ya un grito flamenco.” Desde pequeño, cuando lloraba, parecía que cantaba. Y se encogía tanto, tanto, que cogía forma de alcayata, que son esos clavos que se ponen en la pared para colgar cuadros. Y por eso su padre le puso “el Alcayata”. Aunque le bautizaron de otro modo: se llama María Eudovigis Valencia Malasaña. Para no entrar en la colimba le bautizaron con nombre de mujer, como a la mayoría de los gitanos.