• Tiempos difíciles para comer, para vivir, para trabajar eran aquellos ‘90. La Fortuna nos arrimó una carta a favor. Ocurrió así: un profesional que simpatizaba con nuestro arte nos ofreció regalarnos sesiones para tener fotos con qué movernos en aquella época artesanal, donde uno debía dejar el material impreso para promocionar algo. Internet aún no había nacido. Caímos una tarde a su estudio y, en medio de disculpas, nos dijo que esperásemos pues estaba con unas modelos. Nos hizo pasar a un living-cocina donde picando quesos y fiambres caros nos dejó servir vino del mejor. Luego, un ayudante nos alcanzó carnes humeantes, frutas exóticas, hasta café y whisky. Nos mirábamos con mi amigo y nos pellizcamos para saber si todo aquello era verdad. Además, la vista panorámica, detrás de una cortina divisoria de elegante nylon traslúcido, dejaba ver a las chicas cambiándose y descambiándose con la naturalidad que otorga el profesionalismo.

    -- Ahí tienen la heladera, sírvanse de lo que quieran -se disculpó, apurado. El milagro de aquella cueva prodigiosa consistía en que el amigo se dedicaba a fotografiar alimentos para una cadena importada, y lo que sobraba iba a parar a su bodega. También sacaba instantáneas de señoritas preciosas para revistas de moda, maestros del jazz y, gracias a su altruismo, de nosotros mismos. Dilatamos el encuentro lo más que pudimos y, en ese breve y prodigioso tiempo de bonanza por un mes, ambos músicos engordamos los kilos perdidos gracias a Cavallo y recuperamos la libido atontada por la depresión.

 

  • Suele ocurrir: la ficción copia la realidad, los films son verdaderos y la fugacidad de la vida es evanescente; en cambio, en la emulsión de un fotograma queda instalada una legitimidad imperecedera. Acababa de ver Gatica, esa obrita maestra de Leonardo Fabio, cuando el tipo se me acercó y luego de algunos rodeos me realizó la propuesta más exótica que me hubieran hecho:

    -- Se que no es mucha guita, pero está bien. Antes que nada… -dijo y deslizó la idea. Más o menos, consistía en lo siguiente: poseía un bar peña muy concurrido. Yo debía estar por allí, semi oculto, bebiendo en las sombras. En un momento de la noche, él hablaría de un tema mío, exactamente de El Témpano y, de pronto, maravillado de la casualidad, me reconocería entre las mesas y me invitaría a cantarlo.

    -- ¡Sería extraordinario, el autor y el tema juntos! –jadeaba, anhelante con la propuesta.

    Recordé la frase del Mono, cuando por su amigo y ex adversario Prada es contratado para hacer de “invitado” permanente al lugar de la noche, una boite que administraba, para ser reconocido, para ser querido, para ser mostrado como un trofeo, para ser humillado en definitiva.

    “¡Monito la puta que te parió!” Con esta contestación y una trompada ante un saludo resolvió aquel entuerto entre comer y no comer el gran Gatica. Yo, simplemente, encendí un cigarrillo y cambié de tema. Con el tipo éramos de pesos distintos. El era un mediano y yo ya pintaba para semi pesado.

     
  • Era dictadura y todo se admitía: los caminos erráticos, las huídas de lugares inseguros, el no contestar algunas preguntas. Fui para Buenos Aires en busca de oxígeno, trabajo y un poco de distancia con lo que creía un campo minado. Mi amigo me había llamado ofreciéndome asilo: dijo estar instalado en lo de su novia y allí vivía; que lo pasase a visitar, que era un  sitio seguro. Hasta el Tigre avancé y una vez que golpeé a la puerta con la dirección que me diera comenzó el cuadro viviente más surrealista que ocurriera por aquellos años de plomo. Una bruja, su futura suegra, me recibió con cara de perro y me señaló al fondo, que allí vivía el novio de su hija. Caminé por una galería ignorando que me asomaría literalmente al mundo del absurdo y a la contemplación de algo extraodinario. Una especie de baldío con el césped mal cortado y una casa hecha de nylon, retazos de sachets de leche y otras impurezas pero limpias. Desde el fondo de esa cueva semi transparente emergió mi amigo y me explicó que vivía allí porque su suegra, muy celosa, impediría que alguien que ose tocar a la nena viviera bajo su techo. Por ende, mi amigo, enamorado hasta los huesos,  tuvo la idea que construirse una casa plástica en los fondos. Se me ocurrió enviarle la imagen a Fellini pero no conocía donde vivía en Roma.

    -- Pasá. ¿Querés unos mates? -me invitó mi amigo. Y entré deslumbrado a aquella caverna como quien penetra en Cine Cittá.

     
  • ¿Quien no fue joven y vivió con estudiantes para achicar gastos? En esos trámites yo estaba: me habían dado una habitación para mí solo, vista  a la calle donde deposité mis únicos tesoros: una guitarra criolla, discos y libros. La caja con escritos inéditos la conservaba bien guardada en el ropero de mi madre, por las dudas. A los días, con mi señorita novia decidimos irnos al sur con pocos pesos y mucho amor. Nada sabía que dentro del edificio se libraba una batalla desprovista de violencia pero que iba irremediablemente a ocasionar algunas bajas. Uno de los chicos, de cabeza hueca, gastóse los ahorros depositados en su mano por todos nosotros que constituían el alquiler de dos meses atrasados y el actual.

    -- El lunes voy y le pago al dueño -cosa que nunca hizo pero yo ignoraba esto. Estaba lejos, en unas playas de piedra, con las ballenas ahí nomás y el dormir en la noche abrazado dentro de una carpa con un retazo mal cosido que permitía ver el cielo estrellado hasta la exageración. Cuando volví, habían cambiado la cerradura. Consulté al resto por teléfono y no pude encontrar a nadie. Cuando acudí al dueño, la voz en el tubo me informó que además de ser el propietario de la vivienda, estaba tan enojado que había decidido echarnos sin  más. -- Soy juez también -aclaró como extendiéndome una sentencia de muerte.

    -- Pero no puede ser, yo recién vuelvo de viaje y me encuentro sin nada, sin  mis cosas, mi ropa, mis libros...

    Me interrumpió y acotó con la serenidad que otorga el poder: -- Su vida  no me importa, señor. Usted es un deudor. Le di órdenes a los albañiles que se llevaran todo lo que encontraran. Lo lamento. Debió pensar en las consecuencias antes de decidir no pagarme.

    Y cortó. Pensé en las verdaderas cosas importantes como eran mis escritos a salvo en la casa de mis viejos y –créanme- me sentí pese a mi desnudez un tipo con suerte.

     
  • En la  desaparecida CBS de Buenos Aires nos tocó grabar de apuro. El productor era Horacio González, (a) El Gordo, un pintoresco chanta que robaba para la Corona y ostentaba tarjetas donde se leía su nombre y, debajo, “descubridor de talentos”. Lo peor es que había empezado como broma y luego se lo terminó creyendo, a pesar de no aceptar a Soda Stereo a cambio de un ignoto grupo denominado Abrelatas. Y así andábamos a la deriva, en tanto caía el Gordo y contaba chistes distrayéndonos en lugar de oficiar de productor en serio. Charly López, un técnico responsable, fue relevado por problemas de salud y en su lugar entró otro más joven, todo el día fumado, distraído, campeón en matear y provocar la risa de quien entrara a la santabárbara del estudio, sea el que limpiaba o un músico amigo que pasaba a saludar, interfiriéndonos la concentración. Nos dieron 16 horas para grabar doce canciones. Auténtica proeza que no pudimos revertir en un buen disco. El colmo fue cuando, encontrándome solo, abajo, en la semi penumbra del estudio metiendo la voz, intenté corroborar las partes con el técnico fumero. No me contestaba. Subí las escaleras y lo encontré tratando de dejar adheridos en el techo avioncitos de papel mojados en su punta. Mientras la cinta detrás suyo seguía girando en falso. Estaba solo en una ciudad desconocida y a merced de la locura ajena a la que nada le importaba nuestro trabajo. Opté por la paciencia y me fui, no sin antes dejar una lágrima de la venerable Gotita que siempre me acompañaba en el agujero de la cerradura al cerrar. Me sentí solo, enojado y de nada me servía haberme enterado que el técnico pasó el resto del día encerrado hasta la mañana siguiente. El detalle inesperado en la historia fue enterarme que el sitio donde dejé encerrado al indolente aquel no tenía baño.

     
  • Eran los tiempos furiosos del auge de los remises truchos. Por zona sur, donde abundaban, yo contrataba los servicios del Seisdedos, del Panza o del Yanky. Este último me tocaba casi siempre en suerte y forjamos si no una amistad, una confianza agradable. La primera conversación giró alrededor de la música: -- ¿Estás oyendo a Fandermole? -le inquirí al oír que en su disquetera sonaba música romántica.

    -- Ah, ¿Y eso qué es? –preguntó sin malicia. Le hice saber. Y siempre que ascendía al vehículo, la misma pregunta debido al exceso de “melódica”. El tipo fue desvariando de a poco y me di cuenta cuando era tarde. Fue modificando el interior del coche hasta el paroxismo. El vehículo era bordó y lo iba laminando por dentro, mezclándolo con franjas grises, asientos, cubrevolante, guantera, todo del mismo color inmundo: la combinación era irresistiblemente depresiva. Cuando advertí que estaba pirado ya era tarde.

    Una mañana me preguntó si tenía un cd de “ese que una vez me nombraste”. Por delicadeza y por salud le dije cualquier cosa, que no sabía de quien me hablaba. No quería ser responsable de nada grave. Un día no vino más, internado en el Suipacha, donde seguirá pintando cuadritos con dibujos de autos grises y colorados.

     
  • El libro de 1991, mi primer libro de poemas, se llamaba Casa de Fieras, editado por el generoso de Gilberto Krass, corregido con rigor por Rubén Naranjo e ilustrado por Florencia Balestra. Al enterarme de que Juan Baglietto iría al día siguiente para sentarse a la mesa de Mirtha Legrand, le hice llegar uno, con una dedicatoria que rezaba más o menos así: “.()...porque he pasado muchas noches desvelado pensando en tu cuerpo y en tu alma y ahora que te recuerdo te hago llegar este libro, para que lo abraces como si en él estuviera yo mismo, esperándote...()Y quiero decirte además, que la canción que compuse, denominada Mirta de Regreso está inspirada en ti, mi amor verdadero”. El portento ocurrió: al día siguiente, desde el Hotel Imperio donde me estaba alojando, asistí al momento único y donde la Diva Mayor lee el mensaje y luego dice haberse puesto colorada. Baglietto, cómplice, agregaba que “los rosarinos son así de ardientes, Mirtha”. Que yo recuerde fue el mejor momento personal y de la canción  misma. Busco aún el tape pero no lo encuentro, con la idea de mostrarlo en el podio final como una de mis mejores escenas de la vida conyugal, revolucionaria, socarrona y burlesca. Todos sabemos que es Mirtha quien domina el mundo.

 

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