Ni todos esos hashtags en las redes sociales, ni todos esos clicks en las webs a lo largo del planeta, ni todas esas fotos que le robamos, ni todos esas lágrimas enfrente de las pantallas de los argentinos, ni todos esos mensajes de Charles Barkley, Scottie Pippen, Steve Kerr, Stephen Curry, Kevin Garnett y mil leyendas más, ni las interminables ensaladas autoreferenciales de los que pasaban por ahí y querían decir algo, ni tan siquiera el abrazo virtual de los que codo a codo chapotearon con él desde que parecía uno más hasta que se convirtió en el más grande de todos: Emanuel David Ginóbili no buscaba ninguno de esos multitudinarios homenajes que poblaron el planeta desde que a las 3 de la tarde del 27 de agosto del 2018 anunció su retiro del profesionalismo después de 23 años de actividad. Será que ese intento por correrse del foco todo el tiempo tal vez haya sido el enorme e inoxidable secreto de un éxito que puso punto final ahora, pero que hace tiempo dibujó su propia eternidad. Manu fue el primer argentino en vivir en la luna.

Mientras a principios de los noventa Michael Jordan pintaba una dinastía con los Chicago Bulls y Argentina iba a las competiciones a maravillarse con los NBA y a intentar perder por menos de 30, el tercero de los Ginóbili tenía pronóstico de mundano. Iba a crecer, con suerte, hasta el metro ochenta y no estaba encumbrado entre los top de su generación. No era el más alto, no era el más habilidoso, no era el que más partidos ganaba, ni era el que los scouts seguían con augurio de superestrella. Emanuel adeudaba puntos en casi todas las categorías menos en una: su incontestable y aplastante pasión por lo que hacía.

Casi 20 años después, mirar a aquel Ginóbili y mirar al que fue es un canto a la incredulidad. Esa pasión lo arrastró con constancia y sorpresa desde Andino de La Rioja a Estudiantes de Bahía Blanca, de ahí a los italianos Reggio Calabria y Kinder Bolonia, para el final desembarco de 16 temporadas en la NBA con los San Antonio Spurs. Y aunque otros argentinos habían pisado la liga de todas las ligas antes, con dispar fortuna, y otros lo hicieron después, con mejores y peores derroteros, aquel 29 de octubre del 2002 quedará en la historia como el día en el que empezó una era. Porque Manu fue eso, un pedazo en los libros que se escribirán, un trayecto, una pequeña eternidad y un milagro.

Ginóbili fue la zurda de Maradona contra los ingleses en el segundo eterno del doble mítico contra Serbia en Atenas 2004. Fue Messi haciendo posible lo imposible año tras año y transitando ese callejón estelar con los pies en el asfalto igual que en el barrio natal. Fue Vilas dando pasos donde nadie los había dado. Fue Lucha Aymar abriendo caminos donde no había asfalto. Fue Fangio en las vitrinas, Sabatini en los micrófonos, los Pumas en el respeto de los ajenos, el Chino Maidana peleándole a Maywheater, Pareto gigante, Kempes, Riquelme, Bochini y mil más. Más allá de las valoraciones, fue el deportista argentino entre todos los deportistas argentinos en todos los casilleros de la planilla. Ginóbili fue Ginóbili desde el primero al último día de su vida deportiva, sin mentirnos y sin mentirse.

En los últimos años lo miramos como quien mira al amor de su vida en el final de una noche de fiesta, con la certeza de que no podríamos mirar mejor a alguien, pero con la inclemente guillotina del reloj tratando de arruinarnos la emoción. Queríamos tenerlo y no tocarlo, por miedo a que se rompiera. Y es que el tiempo, ese que a veces desnuda a los soberbios y que acomoda todo al final, pelea con el deportista profesional con denodada deslealtad, ya sea desde el deslucimiento hasta el acoso de las lesiones. Pero con él, el tiempo no pudo. Fue incapaz hasta su último día, ese frente a Golden State, cuando Manu se quedó con la última pelota del partido y la revoleó hasta lo más alto del techo del estadio, como quien libera a su propia libertad. Creímos (y creeremos) que hubiera podido seguir para siempre. ¿No es eso la eternidad acaso?

Tan lejos del riesgo de teñir de flores a una persona por lo hecho en una cancha, como de pensar que la vida de una leyenda empieza y termina sólo en los límites del terreno de juego, Ginóbili deja en su manual de enseñanzas a las tres condiciones madre de su personalidad que alguna vez enumeró con vergüenza en una charla TED: “Ponerse un objetivo y no dejarse distraer”, “Saber relegar el lucimiento personal para que el equipo gane” y “Entender tus limitaciones”. Nada de autoayuda barata, más bien la certeza profunda de atravesar una carrera que quedará en el más alto bronce con la premisa de que el colectivo siempre es más importante que el individual. Manu supo antes de saberlo que las alegrías sólo tienen el gusto correcto si son compartidas.

Manu Ginóbili se va con un mensaje corto, sin humos de ocasión ni escenarios mayúsculos. Se marcha con la magnificencia de su obra como único testimonio. Nos deja con los recuerdos de lo que éramos cuando empezamos a hablar de él y con la mirada de lo que somos hoy, tanto río abajo después. Nos libra de madrugones de poco sueño tras cuatro cuartos apasionantes y nos clava una nostalgia en forma de videitos de YouTube cada vez que lo recordemos. Nos abraza ante los que hubiéramos querido que como él fuesen eternos. Nos marca que el reloj corre para todos, incluso para los que más sueñan. Nos dice sin decirnos que la gloria es lucimiento de los demás. Y nos regala, seguro que nos regala, una historia increíble para contarle a los pibes que vendrán. La fábula del primer argentino que vivió en la luna de la NBA. “Fue un viaje fabuloso”. Vaya si lo fue.