Dos líneas temáticas se cruzan y entrecruzan en este melodrama que es La casa de las flores: la diversidad sexual y las redes sociales. Es una serie mexicana dirigida y escrita por Manolo Caro que generó muchísima expectativa, porque implicaba el retorno de Verónica Castro (como Virginia De La Mora), después de casi diez años de ausencia. Y ya es un éxito. “La casa de las flores” es el nombre de la florería familiar que está por cumplir cincuenta años. Pero también el del cabaret de travestis viejas, propiedad del padre de familia y su amante. El cabaret y la existencia de la otra familia del padre se descubren en el inicio de la historia. Las usuales casa grande y la casa chica mexicanas, pero en versión 2018. 

La presencia de Verónica Castro, a quien no conocen ya muchos espectadores, es un guiño y un homenaje al melodrama mexicano. Ella es tal vez la mayor actriz de telenovela, la que extendió la circulación de novelas de México a América latina, Europa, Rusia, países árabes. Las lágrimas que vertían los hermosísimos ojos de su Mariana en Los ricos también lloran (1979) le abrieron todas las puertas. Y ahora, como Virginia, se pone en la piel de la matriarca acostumbrada a ocultar y a la que le cuesta aceptar los cambios, pero que también sabe apartarse, reírse y decidir su camino. Verla de grande, es, salvando las distancias, como ver a Libertad Lamarque, gran diva de los años 40 y 50, en telenovelas. Tienen un don, un señorío, hasta una marcación en el caminar que las hermana.  

¿Y LA VIRGEN DÓNDE ESTÁ? 

Si el melodrama se define por la búsqueda de la identidad, acá hay una apoteosis melodramática donde cada personaje vive un descubrimiento, un re nacer, salir del closet, aceptar un rol, dar rienda suelta al deseo. En el melodrama de los siglos pasados (19 y 20)  había identidades ocultadas bajo siete llaves que se revelaban al cabo de un penoso recorrido. Secretos tan protegidos que al descubrirse, no dejaban piedra sobre piedra, así de contundentes y supuestamente inviolables eran las reglas del género.

Con reminiscencias tanto de los perturbadores dramas de Arturo Ripstein como del mejor Almodóvar, en La casa de las flores el ritmo es intenso y el tono de comedia. Una estética pop-kitsch y a la vez elegante, mientras que, episodio tras episodio, nos enteramos de que nada es lo que parece. Debacle económica, estafas, cárcel. Y Verónica Castro, la jefa, que se reinventa una y otra vez tras los golpes que recibe. Y canta o fuma pipas de marihuana para relajar. Y resulta que el padre tenía una amante y otra familia, que una hija lo sabía y trabajaba con la amante, que un hijo con novia es gay pero que en el devenir del relato se descubre bisexual, y eso el novio gay no se lo perdonará, que una hija no es hija biológica de su padre, etc. etc. Y todo bien. Ya los castigos extremos del melodrama quedaron en los siglos anteriores. 

Otra cosa que parece haber quedado en el pasado es el catolicismo y la fuerte devoción por la Virgen de Guadalupe que las ficciones mostraban. La religiosidad, la iglesia, la moral católica han sido marcas fuertes del melodrama hispanoamericano y especialmente mexicano. Al punto que se hacían bromas diciendo que la Virgen de Guadalupe era actriz invitada en Televisa. No hubo novela de Verónica donde no le rezara y le rogara. Sin pensar que implique una tendencia, en La casa de las flores, si bien hay un cura invitado a la fiesta, el catolicismo y sus demostraciones no están presentes. Y sí aparece un bar mitzvah y los rituales que lo caracterizan, musicales y bailables. Seguramente se deba a que el baile está mencionado como algo importante en la familia. El padre confiesa que se enamoró de “la otra” porque sabía bailar, y Paulina, la inefable hija mayor, revela en el funeral que se hace en el cabaret, que la muerta le había enseñado a bailar. Y en medio la algarabía del baile y la estridente música centro europea que suena durante el festejo, los hijos reciben por celular los resultados de su ADN. 

 

 

EN RED Y EN MEDIAS DE RED

En esta serie-telenovela no se trata, como en muchas otras,  de incluir algún que otro personaje que escape al binarismo de la heterosexualidad. No. ¡Toda la serie es diversa! Están, (aunque un poco desaprovechas, ya que merecían más protagonismo) las travestis ya ajadas del cabaret, que tributan a Gloria Trevi, Amanda Miguel o a Yuri, y en competencia con los strippers; los tríos gays y un ex marido devenido en una atractiva mujer transexual. No hay una sino varias identidades en baile (y nuevamente la importancia del baile). Es una especie de estallido de identidades, y que al reconocerse se hacen no sólo públicas, como señala la poética del melodrama, sino lo que es más cool, virales. Hasta el mundo de amigas de la aparentemente digna matriarca, que chismean mientras toman el té, convive con el de citas virtuales, los datos de páginas de pornografía gay, los strippers y demás. Las redes sociales están muy presentes, todo el tiempo los personajes las consultan. Una novia despechada sube un video que perjudica y a la vez lleva a la fama a su novio gracias al hashtag #LordDámeloTodo. Y además, el personaje de la criada es quien le explica a Verónica Castro  la cantidad de visitas que tiene que tener un video para convertirse en viral.

Y  el hijo que no sabe cómo revelar a su familia que es gay,  googlea cuál es la mejor manera de hacerlo. Y lo hace cantando,  siguiendo la etimología del melo-drama, drama con música. La escena dramática de “la confesión” ahora es un videoclip casero interpretando “¿A quién le importa?” la canción de Alaska, himno gay desde los ochenta. 

Otra zona a rescatar es el humor presente no sólo en las situaciones sino sobre todo en frases que pronuncian distintos personajes, pero fundamentalmente la impávida Paulina (Cecilia Suárez), que habla de forma pausada y separando las sílabas y que ha generado en las redes varios imitadores. “Ca-si sin dar-nos cuen-ta é-ra-mos les-bia-nas” le dice a José María, quien fuera su marido, hoy María José quien a su vez declara: “cambié de sexo pero no de corazón” . 

FLORES SÍ, MERCA NO 

Las dos protagonistas, Paulina y Virginia (V. Castro), son personajes ricos, con distintas facetas, que pueden ser vistas como la contrapartida de los personajes femeninos de las narco novelas. Las amantes de los narcos, o ellas mismas traficantes, responden al  estereotipo de mujer sensual construida por el patriarcado. Voluptuosas, operadas, muy producidas, casi siempre con ropas ajustadas y con transparencias, están dispuestas a cumplir los deseos de los machos a quienes acompañan. Aunque sean jefas, irreverentes y rebeldes, no cuestionan el lugar del hombre y a lo sumo, compiten con él. No pierden la cabeza por amor, no se sacrifican por amor. Les gusta el dinero y el poder, como a ellos. 

Se puede pensar que las narco novelas son la etapa final del género telenovela. Entre otras cosas, desarticularon el lugar de la heroína tradicional que al comenzar la historia es débil e inocente pero que se va empoderando a medida que crece su amor y su decisión. Las narco novelas las protagonizan machos poderosos que tienen a las mujeres a su servicio. A las parejas no los mueve el amor entre sí, sino el poder, que es el verdadero objeto de deseo. Pero además, la narco novela desplaza a la mujer espectadora. Hay demasiada traición, demasiada violencia y sumisión femenina como para generar empatía. ¿Dónde queda el ensueño, la fantasía del amor, el deseo de que triunfe la verdad que caracteriza al melodrama, si el foco es la corrupción, la traición, armas poderosas y asesinatos?

Y aquí es interesante pensar a La casa de las flores como una recuperación del espíritu de la telenovela. Paulina es la contracara de los personajes de las narco novelas porque es en apariencia, frágil. Creció y se empoderó desde su inseguridad y sus temores. La vemos débil, pero es la que maneja y administra el negocio del cabaret, la casa chica, que solventa los lujos de clase alta de la casa grande. Paulina sabe cómo tratar a la policía, (“Ahora no, Márquez”, le dice con familiaridad al Jefe). Enseguida entra en confianza con “el Cacas”, el matón del presidio, que la dobla en tamaño: “Te lo encargo mucho por favor”, le pide, refiriéndose al padre. “Me saludas al Cacas” dice en otra visita a la cárcel. “Quienes me conocen saben que no soy el alma de la fiesta”,  declara en el velorio de la amante del padre.

También el personaje de Virginia implica un reencauzar y volver a la telenovela. En primer lugar, por la propia gravitación de Verónica Castro, por lo icónico de su presencia. Llegó a ser matriarca de esa familia, pero sin amarguras. A la vez que manipula y guarda secretos, tiene flexibilidad para adaptarse, para elegir un futuro y disfrutar. Se la ve muy feliz, bailando, (también ella baila), en el bar mitzvah. Virginia está construida sobre el humor: con cada uno de sus hijos tiene frases ocurrentes y viven situaciones absurdas o ridículas. (Imperdible la escena en que dialogan ella y su hijo gay mientras sendas pedicuras les embellecen los pies a ambos al unísono)

“¿A quién le importa?” podría ser aplicable a todos los personajes. Porque de eso se trata La casa de las flores”: quitar la máscara y mostrar otro lado de las cosas. Siempre hay otra versión, otras miradas posibles. Y lo subrayan también los espejos que aparecen en muchísimas de las cuidadas escenas.

Si el uso de la voz en off relatora, o lo de que irrumpa un cadáver en el primer capítulo remiten a Desperate housewives, La casa de las flores sin embargo es una muestra de que no todo lo que se pasa en Netflix está pasteurizado. Y, si pensamos en el reciente éxito de Luis Miguel, la serie, se puede agregar que la producción mexicana se realza cuando retoma, aggiorna y se divierte con el melodrama.

 

 

La salida del closet del menor de la familia se da en una escena que sólo puede ser soñada por una mente marica y descocada: Bailando torpe y cantando desentonado sobre la mesa servida como una loca de Hair, una canción de Alaska. A su vez, el momento que se supone más humillante, cuando se viraliza su imagen teniendo sexo en un trío, la, familia a pleno recibe el video que envió la novia despechada y cada uno centra su mirada en lo que más le llama la atención.