Dramaturgo, poeta y director alemán, Eugen Bertolt Friedrich Brecht fue (y sigue siendo) uno de los más grandes creadores del siglo XX.

Su pluma y su praxis dibujaron los trazos de la incomodidad, haciéndola el fundamento de todo. Alumno contestatario; comunista por fuera del partido; creador de un método teatral propio; perseguido por el nazismo y, luego, por el macartismo; exiliado y vuelto a exiliar, Brecht encarnó lo que su amigo Walter Benjamin sintetizó al final de su ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica: al esteticismo de la política que el fascismo promueve, “el comunismo le contesta con la politización del arte”.

En 1928 estrenó, junto al compositor Kurt Weill, su obra más famosa: “La ópera de los dos centavos”, una crítica al capitalismo que fue, a su vez y paradójicamente, un éxito de taquilla. En ella, dos grandes delincuentes se disputan un territorio y sus “derechos de propiedad” sobre una mujer, hija de uno y esposa del otro, con una particularidad: llevan adelante sus negocios con criterio de gestión empresarial. Mafias y corporaciones son, así, una misma cosa.

El éxito de la obra, y el de otras tantas piezas, puso de relieve el interés que Brecht tenía de profundizar en algo que también compartía con Benjamin: la relación de las masas con el arte. Si en las manifestaciones artísticas convencionales, la actitud crítica y el disfrute aparecían disociados (se necesitaban saberes particulares para llevarlos a cabo); en las formas populares y masivas, la actitud se volvía más progresiva, convirtiéndose en el punto de encuentro de fruición y crítica. La búsqueda de Brecht se centró, entonces, en la exploración de formas que le permitieran estimular el sentido crítico del espectador.

Así, dio lugar a la creación de una técnica dramática propia, conocida como “teatro épico” o “dialéctico” que, a diferencia del teatro aristotélico, en el que se pretendía generar una identificación con los personajes y su drama para vehiculizar la catarsis, apuntaba a provocar un efecto de distanciamiento, una separación emocional que le permitiera al espectador establecer un juicio crítico sobre aquello que se le presentaba. El público era concebido así, como un observador activo, frente al cual se exponían argumentos para movilizar su reflexión. La discusión de Brecht no era sólo con el teatro clásico, sino también con el drama realista de Stanislavski, cuyo método era el único permitido dentro del régimen stalinista. Bertolt no quería disimular el artificio, sino evidenciarlo, poniéndolo al servicio de la revolución.

Entre sus obras más emblemáticas, cabe destacar “Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny”, “La vida de Galileo Galilei”, “Madre coraje y sus hijos” y “El círculo de tiza caucasiano”.

A su regreso a Alemania, fundó junto a su esposa, la actriz Helene Weigel, la compañía Berliner Ensemble, con una trayectoria que continúa hasta nuestros días.

En lo que respecta a su poética, supo desplegar una escritura corrosiva, capaz de visibilizar la violencia naturalizada en la sociedad burguesa. Sus poemas tienen algo de teatral; de rima y métrica, que posibilitan su recordación y repetición. Otra vez Brecht, el didáctico, el político popular.

La vigencia de su obra da cuenta de lo certero de sus críticas, en una sociedad con devenires fluctuantes, muchas veces con olor a retroceso. Su vida y su arte son una misma cosa: una búsqueda incansable por sacudir subjetividades dormidas; por ir al hueso en las relaciones de dominación. “¿De quién depende que la opresión continúe? De nosotros / ¿De quién depende que se la aplaste? También de nosotros”, afirma en su poema “Elogio de la dialéctica”. ¿Por qué leer a Brecht hoy? Porque es un compromiso con la acción, un cross a la mandíbula del que nadie puede salir ileso.

Ana Laura López: Licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA), escritora y directora teatral. Coordinadora del colectivo de escritura Hitazos para el bondi y la compañía teatral Obstinado Colectivo.