Existen dos dimensiones de análisis para comprender la agudización de la crisis durante la última semana de agosto, otro mes negro desde la corrida infinita iniciada en abril. La primera es la más conocida, la estructural: la restricción externa, un concepto que los economistas oficialistas desdeñaron hasta que chocaron de frente con la dura realidad. La segunda es la continuidad hasta niveles exasperantes de la mala praxis, es decir de la sucesión de políticas desacertadas que agravaron el problema estructural.

La restricción externa, de la que se habló mucho en este espacio, no era un dato nuevo, comenzó a manifestarse a partir de 2012. Tampoco una pesada herencia, en tanto también se heredó una economía relativamente desendeudada, con margen para financiar la restricción en el tiempo. Lo que se necesitaba a partir del cambio de gobierno era un plan racional para administrarla. En vez de ello, los economistas cambiemitas y sus satélites de la city con contrato estatal, creyeron que la restricción no era un problema y dieron rienda suelta a un proceso de endeudamiento en dólares que no se destino a generar las condiciones de repago. Al parecer, el macrismo realmente creía que su sola presencia generaría la famosa lluvia de inversiones que, sobre las “ventajas comparativas” de la pampa y el subsuelo, desatarían un shock exportador que conjuraría en el mediano plazo el problema externo. Nada de ello sucedió. No fue mala suerte, ni las tormentas y turbulencias. Fueron la mala teoría, el mal diagnóstico y, en consecuencia, una peor receta.

Los dólares de la nueva megadeuda se gastaron en sostener un tipo de cambio que facilitó un shock importador de mercancías y servicios, como los viajes de argentinos por el mundo, y la dolarización de los excedentes. El combo de desregulación más endeudamiento en divisas se usó para financiar los consumos y el ahorro de las clases más pudientes y, en menor medida, la remisión de ganancias de las firmas transnacionalizadas. Al conjunto de la población, al Estado nacional y a los provinciales les quedó una inmensa deuda en dólares. El supuesto gradualismo fue un gran relato.

Los mismos diarios internacionales que festejaron la llegada al poder de un gobierno “pro empresarial” y “amistoso con los mercados” fueron los que ya en 2017 comenzaron a bajarle el pulgar. A partir de marzo pasado el crédito externo desapareció y los capitales financieros que habían ingresado para aprovechar el diferencial de tasas comenzaron a desarmar sus posiciones en el país y redolarizarse. Luego vino la corrida y la recaída a un plan con el FMI. Desde entonces la suerte de la economía quedó marcada. Si el poder financiero global cerró el grifo cuando advirtió que el nivel de deuda no se correspondía con la capacidad de repago, el aumento del endeudamiento inherente a un programa con el Fondo agravó el panorama. Por eso la corrida nunca se detuvo. Ya a comienzos de agosto el gobierno comenzó a negar el riesgo de una cesación de pagos, precisamente lo que hacen los gobiernos cuando aparece esta posibilidad. El desplome de los bonos soberanos y el riesgo país por encima de los 800 puntos significan, precisamente, una situación de pre default.

Decir cuánta plata falta para completar el financiamiento significa realizar supuestos sobre el futuro de la economía no siempre precisos en tiempos de crisis, por eso las estimaciones van de 10 mil a 50 mil millones de dólares por encima del financiamiento del FMI. El londinense Financial Times, al que citamos porque influye en los inversores globales, publicó el último viernes un número intermedio. Para lo que queda de 2018 y de 2019 faltarían cerca DE 80 mil millones, 30 mil más que el aporte del Fondo.

Pero a la dimensión puramente financiera le falta un dato central. El programa acordado con el FMI –que como es habitual se volverá más draconiano a medida que se produzcan los incumplimientos autogenerados, una verdadera estrategia fondomonetarista– hundirá al subsuelo a la economía real. La recesión ya comenzó, pero el pico del dólar a 40 pesos alcanzado el pasado jueves es sencillamente un número de colapso. En las próximas semanas todos los precios de la economía se ajustarán a la nueva cotización de la divisa. La excepción serán los salarios que, en el mejor de los casos, ajustarán más despacio. El resultado de corto plazo es un nuevo torniquete extra sobre la demanda agregada, un círculo vicioso de contracción muy conocido.

Quienes creen en estas medidas imaginan que la caída de la demanda significa caída de las importaciones, ajuste de las cuentas externas y, por lo tanto, de la demanda de dólares. Aunque no alcance, algo de ello hay, pero al precio de un sacrificio que pega de lleno sobre los asalariados. Más aun en ausencia de otras medidas. Otro efecto es que la devaluación licúa el gasto público, que es en pesos. Un programa de estabilización tan doloroso como innecesario, ya que el éxito al final del camino no está garantizado. Aquí entra la conflictividad social. Esta misma semana, además de la multitudinaria marcha en defensa de la educación pública y los anuncios de paros generales para septiembre, se escucharon cacerolazos de magnitud en ciudades como Mar del Plata y Rosario, y con menos intensidad en algunos barrios de CABA. También se reprimió un intento de saqueo a un supermercado en Comodoro Rivadavia. Son las primeras reacciones desesperadas de una sociedad que tiene memoria de bienestar y derechos.

Hasta julio de este año la pérdida de ingresos de los asalariados y jubilados promediaba un 10 por ciento. En adelante la caída de ingresos se acelerará en un contexto de alta inflación y destrucción de empleo. En paralelo, los principales destinatarios del actual modelo y de la palabra presidencial, “los mercados”, mostraron que dejaron de creer en una administración que consideraban propia. La única respuesta del gobierno fue que volverá a comprometerse ante el Fondo Monetario a hacer más de lo mismo: profundizar el ajuste fiscal, camino que no genera los dólares que faltan, sino que sólo achica la economía. Mientras tanto, tratar de frenar la cotización del dólar seguirá comiéndose, a una velocidad mayor a la proyectada, las reservas internacionales del Banco Central, un verdadero proceso de apropiación privada de las reservas. Gobierno y mercado saben que la estrategia tiene fecha de vencimiento. El modelo sigue sosteniéndose a fuerza de dólares prestados, hacia adelante sólo hay un abismo.