Los colores son una coartada para eludir el tema. Para bordearlo y hacer de la enumeración de objetos, de la recuperación inminente de datos secundarios, una descripción que regresa al momento inicial, como si desconociera el daño.

Esa decisión de desacoplar el contexto de la brutalidad del drama, le permite a Lucía Steimberg demorar el dolor. Hay un intento en el relato de Steimberg de moldear ese pasado al antojo de las palabras. Pero Piel marcada demuestra que el ultraje desatado por el abuso no puede encontrar un argumento que lo desmorone. La palabra lo devuelve al territorio de lo real y es en ese mundo que parece tan manso, tan permeable a sumarse a las técnicas del opresor, donde la protagonista necesita que su dolor encuentre algún reparo. 

La soledad que en la estructura del monólogo adquiere una mueca de irrealidad, un no- lugar que también debilita el tiempo, aunque ella parece estar situada un poco antes de que las consecuencias de su acción se desbarranquen, la obligan a invocar al público como el único destinatario de su confesión. No existen interlocutorxs para el drama que dejó sumida a Elena en una obsesión por los colores, en una rutina pequeña pero siempre atenta a los impredecibles flechazos de felicidad.

No es que Elena no haya intentado el amor y la normalidad, que su parlamento no persiga la alegría para ser otra, para dejar a esa niña manoseada por el novio de su hermana en esa fantasía de los crayones que se le pegaron en el cuerpo como una lámina viscosa que siempre guarda un resto. Lo que intenta pensar la dramaturgia de Steimberg es la entidad que sume ese agravio, casi como una especie de doble de la protagonista. El texto no se complace en la victimización de esa niña que deviene en una belleza felliniana, en una sensualidad maciza, deseosa de ese oficinista impecable al que visita una vez a la semana. 

En Piel marcada existe un destierro que opera en el orden simbólico. Elena no deja de ser esa mujer estaqueada entre dos fuentones aunque pueda enredarse en todas las costumbres de la vida en la ciudad, aunque acepte que su abusador sea el marido de su hermana y el acto que le infligió se funda en el blanco de ese crayón que tenía la magia de borrar los errores. La permanencia en el silencio puede convertir a la mujer abusada en reproductora de esa misma violencia. 

El discurso hace de la parcialidad de Elena una totalidad. Al no estar su palabra inserta en el espacio social, el público se ve impedido de vivir los hechos. Ese montaje que decide la magnitud y densidad de cada detalle en un modo de adueñarse de la manera de contar e interpretar lo sufrido, le da autoridad al testimonio . No se requiere de otra prueba. En su voz está el conflicto que empuja una existencia sin pasado. Pero basta que su hombre amado le declare el placer que experimenta al desvirgar con furia, con el malicioso propósito de herir a todas aquellas muchachas que todavía no probaron el sexo, para que Gustavo sea la continuidad de Hernán.

Si en algún momento la interpretación de Steimberg supo conquistar la empatía de la platea, ella misma se ocupa de ubicar la piedad como una materia a discutir. No solo porque la protagonista se desentiende de la culpa hasta lograr liquidarla por completo sino porque no se resguarda en ese recurso para que su experiencia tenga validez. El Mal adquiere la corporalidad de un personaje. Está presente en la escena y la protagonista lo enfrenta. Allí la palabra se sumerge en la contradicción entre la placidez de la descarga y ese aullido que deja trunca su vindicación.  

Piel marcada, dirigida por Alejandra Marino,se presenta los jueves, a las 21, en El Camarín de las Musas. Mario Bravo 960.