¿Qué nos mueve a levantarnos de la cama? ¿Qué mueve a alguien a escribir? ¿Y a querer ser madre/padre? Yo recuerdo estar sentada frente a la computadora a las seis de la mañana, y sacar la vista de la pantalla y sentir que en mi brazo izquierdo estaba mi hijx, un bebé futuro. Estaba atada a ese espacio de la escritura, que es el de la oportunidad. Ya había publicado una novela y varios cuentos. Escribía mi blog y me aferraba a ese espacio. De chica, los libros habían sido mi hogar; después, usé la escritura para la protesta. La literatura me permitió irme del pueblo y de la familia. Tengo la impresión de que sin la literatura no se me hubiera ocurrido ser madre. 

Pero tuve la increíble buena suerte de que emergió, cuando Gre tenía tres años, mi existencia lesbiana. ¿Cómo explicar lo que significó para mí? No alcanzaría ni una novela ni un diccionario. Para resumir, diría que una diosa cariñosa me guiñó el ojo y las puertas del cielo se me abrieron de par en par. Poco después, en el Encuentro de Mujeres, fui a un taller de activismo lésbico donde se planteaba que las lesbianas y les trans no somos mujeres. Firme en mi bando lesbiano, miraba mi pasado, cada vez más extraño y contemplaba un futuro que incluía la militancia dentro de un feminismo de la disidencia. Si escribir y ser madre hicieron que mi vida se desdoblara, ser torta hizo que mi vida se diera vuelta como un guante. ¡Por fin! Manos sin guantes, ágiles en el teclado. Como escritora, ser torta era mi oportunidad.

Ahora, son las seis de la mañana. En mi brazo izquierdo veo un libro futuro y por primera vez puedo darme el lujo de hacerme preguntas antes de escribir, pues hay tiempo: ya no sobrevivo: vivo. ¿Qué puedo aportar como escritora lesbiana? ¿Podría “empoderarme” pensando que la escritura tiene la capacidad de cambiar el mundo y que como lesbiana estoy afuera de la heteronorma, y eso me permite contar algo acerca de qué es estar “del otro lado”? Creo que no. Como escritora, me mantengo en el presente. Que la literatura sea futura y tenga el poder de cambiar el mundo, como de hecho lo ha venido haciendo, no tiene que ver conmigo, es un fenómeno social. Como lesbiana, sigo una “ética tortillera”: soy una lesbiana en el mundo, y no fuera de él. Pero hay un derecho inalienable al que me aferro: atada a la silla, a la mesa, al teclado y a la pantalla, me embandero en esta prerrogativa: la literatura es ese espacio anárquico donde asumimos el desafío de transmitir a otrxs un mundo que no conocen.

¿Qué historia querría contar? ¿La de una lesbiana empoderada que logra escapar del pueblo y sobrevivir al desastre? ¿La de una piba que supera el rol de madre oprimida gracias a que se hace torta? ¿Exitosa o víctima? Creo que ninguno de las dos, porque la buena literatura rechaza los lugares comunes. Al escribir, le damos la espalda al mundo al tiempo que cargamos con él; esta sociedad heteronormada y binaria, este país sin Ley IVE, y sin Ministerio de Salud, es el lugar donde vivimos, pero sabemos que la escritura ocupa lugar, transforma el vocabulario y produce futuro. El problema ahora es cómo compartir nuestra experiencia cuando lo que nos iguala es el desastre y poder sacar algo bueno de eso sin necesidad de alejarnos de la realidad para contarla como si fuera algo superado, cuando en efecto no lo es. 

Obviamente no me refiero al contenido de un relato. Es claro que cada unx escribirá sobre lo que le dé la gana. Quiero decir que ojalá, cuando me agarren las ganas, me encuentre despierta pensando este tipo de cosas. Pienso en esto rodeada por mi casa sucia, sin almuerzo, con la seguridad de sufrir apurones para llegar a tiempo al jardín. Pero qué me importa: esto es lo que me saca de la cama. Son las seis, y estoy tan sola que nadie puede preguntarme por qué “decidí” madrugar en lugar de dormir. Pero no estoy sola; en mi brazo izquierdo también está el peso de las cosas que hemos pensado juntxs. 

Estoy convencida de que en la literatura ha estado, está, y estará el refugio anárquico y revolucionario para nosotrxs, el lugar donde podamos ir a llorar y a reír nuestras miserias, a festejar nuestras victorias y a sentirnos amigxs y amantxs sin tener que atravesar el mal trago de ponernos etiquetas. También pienso que escribir es como abortar: cuando escribimos, cuando abortamos estamos diciendo, como Bartleby, preferiría no hacerlo. Y en lugar del deber, hacemos otra cosa. No encuentro otro espacio mejor que compartir en la vida.