Cuando hace unos meses charlando con una amiga arquitecta y patrimonialista sobre posibles destinos vacacionales, me refirió que tenía intención de viajar a Australia hacia fin de año. Una de las razones principales de fecha y destino era pasar el año nuevo en Sidney. Automáticamente me vinieron a la mente esas imágenes televisivas espectaculares de fuegos artificiales sobre el Puente de la Bahía, que uno miraba durante la mañana/mediodía del último día de cada año como preludio de nuestro propio festejo. La atracción que ejercieron estas imágenes repetidas desde hace décadas sobre millones de personas en todo el mundo consiguieron que se multipliquen los turistas en la ciudad australiana, convirtiendo su Harbour Bridge y su emblemática Opera House en íconos globalizados. 

Resultaría hasta natural el interés por querer recibir al nuevo año en el lugar de la Tierra donde “primero amanece”, si no fuera porque dicho lugar en realidad se lo disputan las islas Baker y Christmas en el Océano Pacífico. Tampoco es la primera ciudad importante en recibir el nuevo año, como es el caso de Auckland en Nueva Zelanda, pero sin embargo Sidney ha logrado posicionarse como tal en base a una sistemática, planificada y eficaz política de Estado que incluyó décadas de cobertura televisiva global con cuantiosas inversiones estatales en fuegos artificiales, pirotecnia y shows alusivos.

Obviamente que de este marketing no se benefician solamente los hoteles, restaurantes y fabricantes de fuegos artificiales, sino que se expande sobre el conjunto de los sectores económicos y sociales de la capital de Nueva Gales del Sur. Este tipo de sinergia público-privada con el fin de posicionar una metrópoli a partir de cierta particularidad, ya sea natural, cultural o hasta “construida” como en el caso de Sidney, es lo que se conoce como instalación de “Marca Ciudad”.

En reiteradas oportunidades hemos señalado desde esta columna la importancia que tenía la preservación del paisaje urbano, no solo por su valor estético e identitario, sino también para fortalecer una de las singularidades que puede ofrecer Buenos Aires desde el punto de vista turístico y como centralidad regional. O dicho en otros términos: el patrimonio arquitectónico y cultural porteño como uno de las piezas fundamentales en la construcción de esa necesaria “Marca Ciudad” de nuestra urbe.

Seguramente el lector podrá comprender que en estos tiempos donde la comunicación estatal está más orientada a fortalecer las  “marcas gobierno” o “marcas gestión” por sobres las “marcas Ciudad, Provincia o País” impregnando de colores y logotipos partidarios  (amarillos, naranjas, etc.), tratar de impulsar una política de estado en este sentido no deja de ser una tarea ciclópea. Por ello, es que a mi entender merece rescatarse el esfuerzo que en este sentido ha emprendido en el marco del Consejo Económico y Social de la Ciudad de Buenos Aires, su consejero Alejandro Borensztein -representante de una cámara empresarial que bien sabe el valor de nuestro paisaje urbano como es la de los productores independientes de televisión (CAPIT)- quien propuso la realización de los estudios técnicos y la generación de consensos necesarios para implementar la Marca Ciudad porteña. Esta iniciativa fue recepcionada y vigorosamente impulsada por el entonces titular de Consejo Económico y Social  Sergio Abrevaya  y continuada por su actual presidente Federico Saravia quien hizo uso de la iniciativa parlamentaria con que cuenta la institución para presentarlo en la Legislatura (<https://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-305487-2016-07-29.html>). En estos tiempos donde prevalece el cortoplacismo y el “duranbarbismo” a la hora de establecer políticas comunicacionales es probable que iniciativas como la  de Marca Ciudad no logren plasmarse en el corto plazo, pero permitámonos soñar con una gestión que posicione a Buenos Aires globalmente teniendo a su patrimonio como insignia.