La cámara,enjaulada en la garita de vigilancia, gira lentamente sobre sí misma y llega a recorrer 1440 grados. En la radio suena “Siga el baile” –el volumen al mango, como para tapar ruidos, gritos y quejas molestas– mientras los guardiacárceles se encargan de sacar de las celdas a un grupo de presos, a los golpes y empujones. El baile sigue. O, mejor dicho, recién empieza: el año es 1973 y el encierro de algo más de cuatro mil días que regirá la vida de los protagonistas de La noche de 12 años, todavía es una posibilidad incierta, una incógnita, un terror difícil de asimilar. La película del uruguayo Álvaro Brechner, que acaba de presentarse en el Festival de Venecia y se estrena comercialmente en la Argentina a fines de este mes, describe en clave ficcional varias instancias del calvario sufrido en carne propia por Eleuterio Fernández Huidobro, Mauricio Rosencof y José Alberto Mujica Cordano, por entonces miembros activos del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, durante los años de la dictadura que supo regir del otro lado del Río de la Plata. El origen oficial del guion no es otro que el libro Memorias del calabozo, coescrito por Fernández Huidobro, alias El Ñato, y Rosencof, cuya introducción resume la experiencia de la siguiente manera: “Allá, en el más hondo fondo de la conciencia tenebrosa de quienes tomaron la decisión, pero también en la de los oficiales, clases y soldados que nos ponían tapones en los ojos, campeaba la ideíta de que algo malo se estaba haciendo. Siempre campea ese tipo de ahogado y tenue reproche. Nosotros también lo intuimos y nos propusimos demostrar que el ser humano, piense como piense, puede resistir tal tamaño de crueldad sin pasar a ser bestia o planta. Sin mineralizarse”. Pero la película, más allá de los elementos biográficos, históricos y políticos que forman parte de su ADN narrativo, también se ofrece a los ojos y oídos del espectador como un tratado sensorial, acerca del encierro extremo y sus consecuencias físicas, psíquicas y emocionales directas e indirectas. Una mirada hacia el filo del abismo que separa la cordura de la insania. Y, en no menor medida, es un relato de supervivencia en circunstancias inhumanas, marcado por un sistema vindicativo y despreciativo hacia cualquier concepto de dignidad humana.

Tres actores de orígenes diversos –el argentino Chino Darín, el uruguayo Alfonso Tort y el español Antonio de la Torre– se encargaron de interpretar a esos tres náufragos en tierra firme, un viaje por decenas de centros de detención en la más absoluta de las soledades, las formas de comunicación básicas completamente eliminadas de la ecuación. Un retorno a un estadio primitivo en el cual la vejación es cotidiana y constante. Y la esperanza una diminuta luz al final de un túnel con visos de eternidad. No es casual que el título del primer capítulo del libro sea una cita, “Los vamos a volver locos”, frase que también se escucha en la película, cerca del comienzo, antes de que la amenaza se transforme en implacable realidad. “El libro fue una base de documentación muy importante; es un texto en el cual se narra esa terrible peripecia de doce años de aislamiento. Pero lo que más me interesaba era tratar de abordar todo eso desde una experiencia artística, con un punto de vista sensorial”, apunta Álvaro Brechner en comunicación desde Venecia. Son días agitados: en breve, el director de Mal día para pescar y Mr. Kaplan volverá a España —donde vive gran parte del año desde hace casi dos décadas— antes de viajar brevemente al Festival de San Sebastián y, desde allí, previo paso por el Festival de Biarritz, volar hacia su Montevideo natal y presentar oficialmente su tercer largometraje. “A partir de esa lectura original comenzó un proceso de reuniones, tanto con ellos como con otros rehenes, para tratar de informarnos acerca de lo que había significado esa experiencia. Algo poco sencillo de narrar, ya que es difícil obtener información lineal. Hay que tener en cuenta que cuando uno está en uno de esos calabozos (y ellos estuvieron en más de cuarenta) estirás un brazo y ya estás tocando la pared. Un metro y medio por un metro, un lugar donde no entra la luz. La percepción del tiempo se pierde por completo y también la capacidad de generar una narrativa. Lo sensorial comienza a reemplazar a lo literal. El anecdotario de ese encierro no tiene forma dramática sino que son destellos de información que se acercan al mundo de la pesadilla, una confusión en la cual el ayer se confunde con el hoy, el recuerdo con el presente, el sueño con la vigilia. El cerebro actúa por sí solo cuando no hay estímulos reales. Más allá de la posible perspectiva humanista que puede llegar a desarrollarse para enfrentar un cautiverio de esa naturaleza, era interesante llevar eso hacia un terreno casi existencial:cómo mantener una perspectiva sobre lo real”.

EL POZO Y EL PÉNDULO 

1985 es el año en el que serán finalmente liberados, junto con el regreso a la democracia de la sociedad uruguaya. Todavía un número inalcanzable, lo más parecido a una posible idea de infinito. La llegada al primero de los agujeros no deja lugar a dudas respecto de las condiciones que, de allí en más, serán una regla inamovible: no se habla con nadie, ni entre ellos ni con los carceleros; a olvidarse por completo de la higiene personal o de los elementos de confort, como una muda de ropa o un corte de cabello; el silencio absoluto y algunos sonidos de la naturaleza, ahí afuera, serán la única compañía, más allá de esos breves instantes en los cuales algún guardián les alcance la frugal alimentación diaria. De a poco, cada uno de ellos se transforma en el testigo inconsciente de una mutación física y mental inconmensurable. “Es una aventura interior, cercana a la que narraba Jack London en El vagabundo de las estrellas. O algo de Ray Bradbury”, continúa Brechner. “¿Cómo hace un hombre para resistir internamente ante ese cúmulo de circunstancias? Se trata de individuos cuya condición humana ha sido limitada, cercenada su posibilidad de acceder a aquello que puede darles un orden a sus vidas. Para mí este no era un relato carcelario o una película sobre la dictadura. Aunque, desde luego, los ritmos y pautas de una cárcel permiten, en un marco acotado, representar a una sociedad. Insisto con la idea de que la imposibilidad de generar una narrativa es la peor de las pesadillas. Por ese mismo motivo, el momento en el cual dos de ellos logran finalmente comunicarse es tan relevante, porque no es sólo darse cuenta de que al lado hay otra persona, sino que pueden comenzar a contarse cosas, a ordenar sus pensamientos, a generar un pequeño espejo a través de los ruidos en la pared”. El lenguaje nos hace humanos, nos impone uno de los cimientos de la condición humana. Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof lograron desarrollar un sistema de comunicación basado en la cantidad de golpes y el orden de las letras en el abecedario, mecanismo que el film recrea en una veloz secuencia atravesada por las elipsis: desde el primer chispazo de desencriptación hasta los complejos movimientos de las piezas en un tablero de ajedrez. “Lo loco es que, teniendo todo el tiempo del mundo, ellos relatan que habían logrado ‘hablarse’ de esa manera a una gran velocidad”, detalla Chino Darín, el encargado de darle vida en la pantalla a Mauricio Rosencof.

El escritor del grupo logra en determinado momento un espacio de mayor libertad individual. Su facilidad para escribir cartas de amor llega hasta los oídos de uno de los superiores y ese favor es pagado con otros favores. Pequeños y, al mismo tiempo, gigantescos: un lápiz y un cuaderno de hojas, una bolsa con tortas fritas, un cigarrillo. Oasis sensoriales dentro de las paredes de la mazmorra, placeres que retrotraen al preso a una vida extinta. La mudanza a otro pozo clausura esa etapa y la locura, nuevamente, se agazapa con las garras y los dientes más afilados que nunca. Darín no pudo viajar a Venecia para presentar la película; en Buenos Aires, semanas antes del estreno, confirma que “hubo metas de pérdida de peso para interpretar a los personajes. Pero más allá de eso, lo importante era retratar las repercusiones emocionales ligadas a esa transformación, que uno puede imaginar pero que, en definitiva, son muy abstractas. Justamente por eso hay un terreno abierto a la creatividad. Con los cambios físicos aparecen la pesadez, el hastío, la angustia, algo ligado a una insatisfacción permanente. Fue algo que investigamos formalmente con asesores, psicólogos, expertos en psicomotricidad que nos abrieron un abanico de posibilidades y recursos para representar esa angustia, qué tipos de locuras momentáneas genera un confinamiento de esa clase. Cada uno por su lado tomó de allí lo que le sirvió para interpretar a su personaje. Y con Álvaro Brechner conversamos desde un principio cuáles eran, en cada caso, los elementos que podían servir para aferrarse y salvaguardar cierta lucidez, para atravesar esa tortura de un tiempo indefinido”. 

Alfonso Tort, visto recientemente en la película de Adrián Biniez Las olas, encarna a Eleuterio Fernández Huidobro, quien después de su liberación publicaría una gran cantidad de libros históricos y periodísticos y, luego de un cargo como senador electo, asumiría como ministro de Defensa durante la presidencia de su ex compañero de reclusión, Pepe Mujica. En su porción central, el film se abre a tres subrelatos consecutivos, concentrados respectivamente en uno de los prisioneros, en su presente y en su vida pasada, justo antes de ser “chupados”. Y si bien los tres personajes tienen un peso específico en la trama de La noche de 12 años, es quizás el de Fernández Huidobro el que termina motorizando una parte sustancial de la trama. No tanto como una vértebra narrativa imprescindible sino como un eje de gravitación emocional, sospecha confirmada por una escena cerca del final: el fulbito imaginario que celebra la supervivencia y anticipa la posibilidad de una liberación inminente.

Mujica es el que más rozó la piel de la locura. Eliminada la posibilidad de la comunicación primitiva, a puro golpe de nudillos, de sus dos compañeros, la paranoia corrió, despegó y voló durante los años de confinamiento: la seguridad de que habían injertado en su cabeza un dispositivo de vigilancia que podía leer sus pensamientos lo empujó a manipular sus propios mecanismos mentales como si se tratara de un cinta de audio. Hay que borrar los sonidos, no pensar, no imaginar. Durante doce temporadas. Ya en los últimos tramos del infierno, la psiquiatra interpretada por Soledad Villamil le dice claramente: agárrese de algo, lo que sea. Sobreviva. Falta poco. Ese “algo” pudo encarnar en un mate y en una pelela rosa. A pesar de lo horroroso de las circunstancias, la película de Brechner se permite el deslizamiento hacia la zona del humor, un contraveneno ideal para el riesgo de la gravedad autoimpuesta, que en un film de estas características y temáticas está siempre presente. “El proceso de escritura es un viaje en el cual nunca sabés donde vas a terminar”, afirma Brechner. En el caso de su última película, “la intención era transmitir, dentro de las condiciones de una sala de cine, ese vértigo de estar a punto de caer en la locura. Con el estreno cerca, aparecieron muchas notas periodísticas hablando de los hechos históricos, pero esta no es una película para ajustar cuentas con la Historia, sino para tratar de comprender qué pasó con esos tres hombres que fueron sometidos a un aislamiento macabro. No considero que las escenas que transcurren antes del encierro sean estrictamente flashbacks. La única cosa que no les podían sacar a estos tipos era lo que pasaba dentro de sus cabezas. Y la cabeza recurre al recuerdo y a la imaginación constantemente. Mujica fue el que menos comunicado estuvo y esos recuerdos que aparecen en la película están más cerca de las imágenes que el cerebro reproduce al intentar darle una lógica a las cosas. Por otro lado, me interesaba contar la caída de los tres personajes, el momento en el que son atrapados por los militares. Lo del humor tiene que ver con algo que me sorprendió mucho: la primera vez que nos juntamos con ellos para charlar, cuando todavía Mujica era presidente, no paraban de reírse acerca de las anécdotas. Una visión increíblemente saludable, totalmente alejada del resentimiento o la rabia o la idea de venganza. Y nos decían que si habían logrado sobrevivir era, en parte, gracias a haber podido reírse de las terribles circunstancias en las que se encontraban. El humor es un antídoto contra la angustia, por eso es una de las primeras cosas que prohíben los regímenes absolutistas”.

El Chino Darín y Alfonso Tort en las escenas finales de la película.

ACTUAR SOLOS

“Tuve la suerte de conocer a Mauricio Rosencof”, comenta Chino Darín, a propósito de la preparación de su personaje, “y gran parte del anecdotario y las sensaciones personales que él proveyó fueron invaluables. Hay cosas que no están en la película pero que, sin embargo, nos nutrieron para poder trabajar esos matices”. De los preparativos y ensayos a un rodaje –repartido entre locaciones uruguayas y españolas– que tanto Darín como Brechner describen como duro, arduo, dificultoso. “Fue muy solitario”, afirma el actor. “Si bien estábamos siempre los tres juntos, a la hora de filmar, en el set, la dinámica que a mí me gusta –que es la de interactuar con el otro, la acción y reacción– acá no existía. Por obvias razones, ya que los personajes permanecen aislados gran parte de la película. Eso fue algo bastante hostil. A eso hay que sumarle la sensación de restricción, de sentirse constantemente observados. Fue muy dura de rodar esta película, nunca me había tocado algo similar, ni por asomo”. Brechner comenta que “trabajar con actores es como usar una navaja suiza. Cada uno tiene una cantidad de herramientas distintas y es importante saber qué los moviliza y llegar a un terreno donde la intuición te hace tomar lo mejor de cada uno de ellos. Tort, Darín y de la Torre me parecen actores inmensos y quería que los tres ocuparan un lugar de relevancia, que el espectador mirara a cada uno de ellos y tuviera una perspectiva distinta. ¿Por qué los elegí a ellos? Siempre digo que elegir a un actor es como enamorarse. Hay algo cerebral pero, en gran medida, es algo que viene del estómago, de lo que sentís o intuís. Una vez que todo estuvo en marcha, les pedí que intentaran ser ellos mismos metidos en esa experiencia. Cuando los veías con quince o diecisiete kilos menos, filmando en lugares en los que, muchas veces, las temperaturas eran bajo cero, lo único que deseaba era que la humanidad de cada uno de ellos quedara reflejada”. Darín relata una anécdota personal marcada por otro hecho histórico, muy recordado en España. “Filmamos en un lugar de Pamplona, en Navarra, que tiene una historia aún más truculenta que la que nos tocó contar a nosotros. El sitio real es el Fuerte de San Cristóbal, construido en el siglo XIV, y puede verse en la película cerca del final, en la escena en la cual el personaje que interpreta Tort juega al fútbol. Lo que ocurrió allí fue que, en pleno franquismo, durante un motín, lograron escaparse unos ochocientos presos, pero mientras iban bajando por la sierra el ejército avanzaba en sentido contrario, disparando contra la multitud. Los tipos se volvieron a meter ahí adentro con tal de que no los mataran. Durante el rodaje de esas escenas todo estaba cargado de una energía muy fuerte, muy pesada. De alguna manera, no lográbamos salir de un marco de historias densas. Y eso se sentía”.

El cine es un medio audiovisual,desde hace muchísimo tiempo. Esa verdad de Perogrullo no siempre es registrada o analizada en toda su dimensión. En el caso de La noche de 12 años, la mezcla de audio que puede escucharse en la banda de sonido adquiere una relevancia nada despreciable. “Una de las cosas que Huidobro siempre decía era que el sentido del oído es el único que no se puede tapar. No hay un párpado”, continúa el realizador. “Es el único que se mantiene siempre abierto y gracias al cual te pueden llegar a agredir más. Hay algo que aparece en la película y que Huidobro me contó: lo que más le dolió en su momento no fueron los palos que había recibido en las torturas, sino el hecho de escuchar a un soldado que, riéndose, un día dijo: y éstos eran los que iban a cambiar el mundo. Hasta tal punto el sonido y la palabra pueden llegar a adquirir esa significancia. Para mí era esencial que el sonido de la película tuviera un sentido expresionista, que pudiese guiar al espectador sin caer en la literalidad, sino más bien como apoyo a ese estado de confusión. Ellos mismo se guiaban mucho por los sonidos y comenzaron a adquirir una capacidad auditiva fenomenal”. 

El ex presidente Mujica acompañó el estreno mundial del film en tierras italianas y corre el rumor de que estará presente en Buenos Aires en alguna función especial, días antes del lanzamiento comercial en Argentina. Dicen también que la película le gustó mucho, pero que no volvería a verla en su totalidad. A pesar de su cualidad de ficción cinematográfica, las imágenes (y sonidos) tienen un origen real. Dolorosamente real. “Era un desafío muy grande, porque más allá de que la película busca trascender los hechos históricos, siempre es complicado tocar algo tan sensible sobre una época tan convulsa. La noche anterior al rodaje de la escena final, cuando los presos salen de la cárcel y se reencuentran con sus familiares y amigos cercanos, no pude dormir de la ansiedad. Ahí te das cuenta de que estás haciendo un registro audiovisual –del cual hay muy poco en Uruguay– que, a pesar de estar enmarcado en la ficción, toca algo que es muy real. Y lo que ocurrió en ese momento, con unos doscientos extras en el lugar, fue que después del grito de acción la gente comenzó a abrazarse y a llorar, a tal punto que me olvidé de decir ‘corte’. La gente seguía abrazándose y, de forma espontánea, comenzó a gritar ‘Uruguay, Uruguay’ y ‘Nunca más’. Uno se pregunta cómo reflejar desde la ficción algo que forma parte de la realidad, de la verdad. Y la respuesta, muchas veces, te la da la propia realidad, en una experiencia realmente conmovedora, casi una trasmutación”.