El segundo volumen de Los diarios de Emilio Renzi(1968-1975) comienza con el relato de una conversación entre Emilio y el barman de un bar de Arenales y Riobamba, El Cervatillo. Allí Renzi reflexiona sobre el modo en que se suele ordenar el curso de una vida, día tras día, mes tras mes, año tras año. Un artificio, en definitiva. Una clasificación matemática, pero irreal, arbitraria. Para llevar a cabo la tarea de escribir un diario, lo fundamental no es el material autobiográfico sino la metódica consignación de las fechas, el orden de los días, su fijación en el tiempo. Una vez que el texto asume esa estructura anclada en la sucesión de los días, allí puede escribirse cualquier cosa: “por ejemplo una progresión matemática o una lista de la lavandería o el relato minucioso de una conversación en un bar con el uruguayo que atiende la barra”, dice Renzi, “pero será un diario sólo y exclusivamente si uno anota el día, el mes, el año, o alguna de esas tres maneras de orientarse en el torrente del tiempo”. Sin embargo, desde la aparición de La interpretación de los sueños de Freud (pero también desde la fragmentación de la subjetividad diagnosticada por Nietzsche antes de la irrupción del psicoanálisis) resulta ingenuo creer que “el yo” es efectivamente una unidad que reúne, por ejemplo, a quien escribe un diario personal. Como dice Renzi: “uno nunca es uno, nunca es el mismo (…) Por eso, hablar de escritura del Yo es una ingenuidad, porque no existe el yo al que esa escritura -o cualquier otra- pueda referir”. Este texto, “En el bar”, no lleva ninguna fecha. Se enmarca en el tiempo de la “vida” de Emilio Renzi en la medida en que, acompañado de un bastón, alude a sus diarios y al debate más o menos reciente sobre las “escrituras del yo” en la literatura argentina. 

Contra la corriente

En el año 1957, cuando la familia de Piglia decide dejar Adrogué y marcharse a Mar del Plata debido a las persecuciones políticas que sufre el padre de Ricardo en el contexto del golpe del ‘55, el joven de dieciséis años comienza a escribir las primeras entradas de su diario. A pesar de no abandonar en ningún momento la idea de volver inmediatamente a Adrogué, fantaseando con la posibilidad de instalarse a vivir allí con “el abuelo Emilio”, cada día que puede se acerca hasta la playa: “No es lo mismo nadar en el mar que nadar en una pileta, la misma diferencia que entre vivir y leer”. Esta relación entre el agua y la literatura es retomada con insistencia a lo largo de los años, perfeccionándose. En 1964 llega a conformar un relato, “El nadador”, escrito en primera persona, sobre un hombre que se interna mar adentro hasta llegar a un barco hundido a varias millas de la costa, con la mitad de la cubierta sobresaliendo de la superficie. Cuatro años más tarde, Piglia juega con la figura del nadador para expresar su impresión con respecto a su propio lugar en el concierto de la literatura local. Lo hace mediante una fórmula: “narrar contra la corriente”. Escribe: “No estoy en ningún lado, por suerte no pertenezco a mi generación, ni tampoco a ninguna clasificación de los escritores actuales. Digo esto porque hoy (miércoles 3 de julio del 68), en el panorama de la nueva narrativa argentina presentada en Primera Plana, mi ausencia es estruendosa y vuelvo a sentir el mismo sentimiento de rencor que sostiene lo que escribo y la misma sensación de narrar contra la corriente”. 

Piglia es consciente de que ser contemporáneo de otro autor no necesariamente implica vivir en una misma época. Como lo expuso Borges a propósito de Kafka y sus precursores, cuando se trata de literatura los anacronismos pueden configurar continuidades y pasajes de adelante hacia atrás. Piglia consideraba a Roberto Arlt, a Juan L. Ortiz, a Macedonio Fernández, sus contemporáneos. En cambio, por ejemplo, veía en Cortázar -que para entonces era un bestseller- una especie de impostor brillante: “En Cortázar, la marca comercial que acompaña a los objetos en los relatos tiene una connotación fetichista, en el sentido de fortalecer la ilusión mágica de la publicidad (que se funda en la marca). El choque entre un objeto y su designación produce un desajuste en el estilo, se hace demasiado evidente el gesto de entendido, que es un experto en los objetos privilegiados del mercado. Lo mismo pasa con el jazz y con los libros. Objetos que resplandecen e iluminan al consumidor en sus novelas”. Decir, por ejemplo, “anoche fuimos a escuchar a Piazzolla”, suena a un intento de ganar ese prestigio de entendido a la Cortázar, algo que Piglia detesta sin dejar, por supuesto, de anotarlo en el diario.

Una generación

Para mediados de 1967 Piglia ya tiene preparado su primer libro, Jaulario. En diciembre del 66 prepara siete copias de su libro de cuentos para enviar al concurso de Casa de las Américas: “Un trabajo demencial, con papel carbónico que la máquina portátil sólo admite en pequeñas dosis. De modo que tengo que pasar todo el libro tres veces. Decido como título del volumen Jaulario (me molesta que suene al Bestiario de Cortázar y al Crepusculario de Neruda, pero no encuentro un nombre mejor y no quiero usar el título de un cuento para todo el libro)”, escribe, y agrega: “¿por qué no?”. Y en efecto, Jaulario será luego editado como La invasión, tomando el título de uno de los relatos. Mientras envía el libro al concurso con sede en La Habana, recibe elogios de Jorge Álvarez, de Beatriz Guido y de Rodolfo Walsh, entre otros. José Sazbón (su primer y mejor amigo desde que deja Mar del Plata para estudiar Historia en la Universidad Nacional de La Plata) le hace comentarios sobre cada cuento, encontrando algunos problemas, pero destacando el tono, la calidad del estilo, la sobriedad del narrador. Unos meses después, en febrero del 67, Piglia anota: “A las ocho de la mañana me despertó el timbre de la calle. Un cartero con un telegrama de Casa de las Américas. Su libro primera mención en Premio Casa. Lo publicaremos en los próximos meses. Felicitaciones”.

Desde las primeras anotaciones de 1957 hasta el desarrollo de su primer libro de cuentos, Piglia no hace otra cosa que leer compulsivamente, ir al cine (ve varias películas por día), y crear las condiciones para llegar a ser un escritor. El diario, en este sentido, es una estructura que soporta su proyecto literario. Los cuadernos que va escribiendo año tras año se convierten en objeto de reflexión, donde el narrador se piensa a sí mismo tomando distancia de su propia escritura a medida que va leyendo sus propias anotaciones. Si en los primeros años parece forzar la realidad para tener algo interesante que escribir, esa búsqueda de “aventuras” no es otra cosa que el desenvolvimiento de las pasiones. Las relaciones amorosas, la descripción de las idiosincrasias de una chica de la universidad, la fascinación ante el carácter de una mujer, hacen del diario un laboratorio del escritor que lee su entorno y sus relaciones personales con la misma intensidad con que estudia a autores como Tolstoi o Scott Fitzgerald.

La relación entre generaciones adquiere toda su plenitud cuando David Viñas y León Rozitchner de algún modo lo protegen como a una joya encontrada en medio del fango rioplatense. El encuentro llega a ser tan intenso que, por momentos, resulta abrumador. Un miércoles del 68, escribe: “Me desperté a las tres de la tarde y fue David quien vino a golpear como si yo necesitara auxilio por un peligro que percibe en mí, aunque ni él lo conoce. Lo recibí medio dormido pero, como es habitual en él, me dio la sensación de que venía hablando solo ya en el ascensor y luego siguió su monólogo íntimo-político-literario sin darse cuenta de que yo todavía estaba dormido”. Viñas era de despotricar contra Borges, cosa que a Piglia le molestaba bastante. Una noche, en una reunión, David lo recibe con una “sonrisa enigmática”, y le dice: “¿A vos te gusta Borges, ¿no?”. Piglia pensó que le estaba tendiendo una trampa y respondió a la defensiva. “¡Pero no, viejo!”, dice Viñas, y le regala una primera edición de El idioma de los argentinos: “con la dedicatoria de Borges, a la que él le agregó otra, escrita con grandes trazos. Me doy cuenta de que robó el libro a José Bianco, porque conozco el modo en que Pepe encuaderna los libros, pero no le digo nada”. Más tarde, en su casa lo está esperando León Rozitchner: “sorpresa, se repite la escena anterior: León me ofrece regalarme una biblioteca (porque tengo los libros apilados en el piso)”, escribe.

Los diarios de Emilio Renzi exhiben, además del mundo y las relaciones en las que el escritor se forma y alcanza su madurez, la cocina en la que elaboró su literatura. Desde muy joven y a lo largo de los años, lee los Diarios de Cesare Pavese, casi como una complicidad, como quien lee a un amigo. De a poco va pensando la posibilidad de escribir sobre los diarios de Pavese, de crear un relato en donde aparezca esa lectura fundamental. Son años enteros dándole vueltas a esta idea. Finalmente se decide por escribir un relato en donde Emilio Renzi viaja a Turín para investigar los últimos días del escritor italiano, los instantes inmediatamente anteriores a su suicidio. Al mismo tiempo, Renzi intenta alejarse de una mujer, Inés. En Turín, sin embargo, se encuentra casualmente con ella, que viajó a su vez para alejarse de Renzi. El relato, “Un pez en el hielo”, se publicó en la última edición de La invasión. Pavese es casi una obsesión en los diarios de Piglia, incluso más que los diarios de Kafka. En el caso de Kafka, lo que lo fascina es la decisión de quemar buena parte de sus cuadernos antes de morir, algo que en su lecho de muerte le pide a su amante de entonces, Dora Diament. Ella, implacable, echó siete cuadernos al fuego. 

La pasión literaria del diario se encuentra en escribir pensando que nadie leerá jamás lo que allí se anota y al mismo tiempo poder hacerlo sabiendo que un día toda esa cantidad de cuadernos se publicará, luego de repasar la vida entera, leyéndola y reescribiéndola, pasándola en limpio. Los diarios de Emilio Renzi constituyen un testimonio de inmensa riqueza, un coloso que, antes de publicarse su último volumen (previsto para septiembre de 2017) ya ostenta un lugar entre las obras fundamentales de la literatura hispanoamericana.

Los diarios de Emilio Renzi: Los años felices Ricardo Piglia Anagrama 424 páginas