Quien no la vive de adentro supone que toda persona interesada en iniciar una carrera como cineasta imagina solamente ser reconocida en todo el mundo, ganar un Oscar, tener una silla con su apellido en el respaldo. Lugares comunes que, al menos en Argentina, chocan de frente con esa realidad diferente que marcan las dificultades para conseguir los recursos que exige la producción cinematográfica. Una cosa es imaginar una película y otra muy distinta es llevarla a cabo, empujarla hacia la finalización, disponer de la cinta maestra y que sea proyectada en salas llenas de pochoclo. En ese escenario quedan dos caminos: frustrarse y dedicarse a otra cosa o, por ejemplo, intentar una escala intermedia en el cortometraje, formato de menor exigencia pero con escasa salida comercial. ¿Cuántas veces vimos en Hoyts o Cinemark un corto? Ninguna, claro. Sin embargo hay una fabulosa filmografía nacional al respecto en la que conviven desde valientes desconocidos hasta próceres del cine argentino. Para algunos el corto es un primer paso, para otros una aventura experimental. Y, en los mejores casos, las dos cosas juntas.

Algo que los festivales de rock deberían copiar de los de cine es ofrecer actividades paralelas con fines, digamos, divulgatorios o pedagógicos. Charlas, conversatorios, intercambios. Al rock le sobra boca en boca pero le falta voz a voz. Qué lindo sería escuchar de Skay, en el Cosquín Rock, no sólo sus canciones sino también detalles de cómo fue modelando paso a paso eso que devino en arte consumado. Por algún motivo, muchos rockeros se niegan a este tipo de aperturas y revelaciones, contribuyendo a que su obra sea explicada a través de la mística y la épica y no tanto del sudor y las incertidumbres que rodean al acto creativo antes de que nosotros lo descubramos apretando play.

El festival de cortometrajes de Uncipar (la ya legendaria “Unión de Cineístas de Paso Reducido”) es el más antiguo e importante de Argentina. Muchos lo llaman con cariño “la Meca del cine joven” porque significa el estreno en público de innumerables intentos. Se hace desde 1979 y el fin de semana pasado festejó sus 40 ediciones en Pinamar, adonde se mudó el año pasado después de 37 en Gesell. El halo conmemorativo se tradujo en la proyección récord de precisamente 40 cortos en la competencia nacional, una antología retrospectiva de 17 pelis históricas y, justo antes de la premiación, en el tercer y último día, una charla: “Del corto al largometraje”, con la experiencia de cinco directores a los cuales el Uncipar les sirvió como plataforma para dar el salto en largo, al articular creatividad y ejecución en esa transición del corto al menos corto para que sus carreras evolucionen.

Federico Serafín arrasó en el Uncipar 2003 con ABCD, un corto a la vez real y surreal sobre los cacerolazos del 2001. Según la peli, todo comenzó en verdad con un flaco que armó en aquel diciembre una batería con cacerolas para tocar arriba de discos de death metal. Pero su violento batifondo irrumpió en otros departamentos, espantó a los gatos, derribó platos colgados en paredes ajenas y, finalmente, fue replicado en todo el país por indignados que descubrieron en la cacerola una forma de manifestarse. “El relato se me ocurrió en la costanera de zona norte, hablando con mi pareja de entonces. Se lo conté como si fuera verdad… y así quedó”, recordó Serafín. El rodaje fue en una época difícil y el debutante director resolvió la producción aliándose con amigos o conocidos. Y, por supuesto, optimizando gastos: el corto transcurre en un ascensor y cuatro departamentos (de allí su título), aunque en verdad todos eran el del director, solo que ambientado de diversas formas.

A pesar de que nació en Argentina y es hijo de taiwaneses, a Juan Hsu le dicen “el chino”. Tal vez porque uno de sus puntos más altos fue Diamante Mandarín, flashback a los saqueos de mercados chinos en 2001 que ganó la sección nacional del Uncipar 2016. Un extraño caso de ópera prima que en realidad fue segunda, porque en 2015 ya había sacado La Salada, un largo de ficción alrededor de tres inmigrantes que trabajaban en la feria. El corto estaba planeado desde mucho antes porque había ganado un premio en un certamen del Incaa (Historias breves), aunque tardaron cinco años en darle el premio en efectivo. En el medio perdió tres muelas. Eso lo llevó a formar parte de un colectivo de directores que busca financiamiento alternativos a los usuales, que en el caso de los cortos suele estar atado a lo que derrame el Instituto del Cine, no obstante la aparición de distintas universidades nacionales como jugadores activos de la parte ejecutiva.

Y Mónica Lairana, por su parte, alentó a los neófitos realizadores a animarse también a ser sus propios productores, un rol que los cineastas tienden a delegar: a no quedarse solo en la idea, a no encerrarse en un guión de papel. Lo que también asegura mayor resguardo jurídico, ya que abundan casos de directores que presentan proyectos a productores con los que luego se pelean o distancian y entonces estos, que no pusieron ni una coma al guión, quedan como propietarios de la obra gracias a vericuetos de la legislación vigente. “El talento es tan importante como la fuerza de trabajo y voluntad”, sintetizó.

Lairana recibió el primer premio nacional del Uncipar 2013 por el corto María, aunque su vínculo con el festival es más profundo porque participó varias veces como jurado en distintas competencias. Directora y actriz, suele viajar a festivales de otros países. El sueño de muchos. O un lugar común en el que cae quien no entendió nada: “Me toca ir a festivales en Europa que son divinos, sí. Pero no te presentan a nadie, estás huérfana. Por eso también es importante bancar a espacios como el de Uncipar donde, además de ver películas, nos encontramos, charlamos a la salida del cine o vamos a un café. Los vínculos y la parte humana también estimulan la inventiva y la creatividad”.