Para todos los que participamos de su fabricación (las actrices del grupo Piel de Lava, las personas que integramos El Pampero Cine, pero también un sinfín de aliados que nos acompañaron en forma esporádica a lo largo de todos estos años), La Flor fue, más que una película, una suerte de época en nuestras vidas. En lo que a mí respecta, puedo decir que fue una época maravillosa, y si algunos comentaristas han calificado de Epopeya su ejecución, tengo para mí que pocas epopeyas han de haber sido más gozosas para quienes las llevaron a cabo. Fueron diez años de misterio y de riesgo, pero también de sentir como pocas veces el vértigo del amor y la amistad, como sólo es capaz de manifestarse en un grupo de personas que buscan desaforadamente lo mismo, y están dispuestas a dar lo que haya que dar con tal de conseguirlo. Esa alianza sucedió de igual manera en el aspecto psíquico y en el físico, y las complejas fantasías de la trama del film no fueron más asombrosas ni más imaginativas que los infinitos viajes, trampas y audacias que hicieron falta para llevarlas a cabo. Audacia: acaso sea esa la palabra que mejor define nuestro experimento. Una audacia alegre, embriagada, dominada por una anacrónica voluntad de absoluto.

Y aquí hay una cuestión: ¿Qué hacer con el resultado de semejante empresa, con esas catorce horas enciclopédicas, en tiempos en los que la proyección cinematográfica parece obligada a reducirse a su mínima expresión, en un mero oropel obsoleto que precede al momento fatal en el que las mercancías cinematográficas encuentran su destino en las pequeñas pantallas táctiles de los teléfonos o en las codificaciones líquidas del streaming? ¿Qué hacer frente a tanta tristeza? Acaso nos quede, como única salida, aquello que mejor nos sale: la elegante desobediencia. Convertir a nuestra Flor en un objeto díscolo, que se niegue a ser un divertimento de living o un electrodoméstico, que rechace la imperiosa exigencia de ser una cosa que esté siempre disponible para combatir el aburrimiento de los adormecidos y los cómodos. Convertir a nuestra Flor en una cosa que sólo se ve cuando se proyecta; una cosa que sólo se ve cuando los astros se conjuran y la sala en penumbras y la gran pantalla están dispuestas al ritual, y de algún lado aparecen algunos dispuestos a juntarse a verla. En otras palabras, aquello que hasta no hace mucho era conocido como ir al Cine.

No habrá Estreno para La Flor. No habrá una ocasión particular y primera en la que se inaugure el objeto, y en la que se invite a todos, y en la que vengan los fotógrafos y los periodistas para hablar de ella todos a un tiempo durante algunos días para enfrentar después dócilmente la pendiente de la invisibilidad y el olvido. No existirá esa fiesta: habrá proyecciones. No se estrenará nunca, y cada proyección habrá de ser un Estreno, y cada vez el entusiasmo habrá de ser el mismo, y otro a la vez. No habrá dos veces iguales: cada proyección será una aventura.

Declarado nuestro propósito, ningún lugar aparece más adecuado para inaugurar nuestra trashumancia que la Sala Leopoldo Lugones, el lugar en donde todos nos hemos formado como espectadores de cine, y a la que la Ciudad le debe el hecho de ser una de las grandes capitales cinematográficas del mundo. Desde ese décimo piso se defiende la belleza de las imágenes con un fervor y un compromiso que no he encontrado en mis largos peregrinajes por los cinematógrafos de Europa y América del Norte. La Lugones es única. Es un honor y un privilegio ser recibidos allí.

Están, como siempre, todos invitados.