Semanas atrás, en un artículo en The Guardian, Alan Clark se preguntaba ya desde el titular “¿Por qué los novelistas han dejado de inventar cosas?” Y, a continuación, muchas líneas para intentar responder paseándose por los ejemplos claros de aquello que ahora se conoce como Auto-Ficción o Literatura del Yo. Y que, por prepotencia de lo supuestamente novedoso, opta por ignorar antecedentes clarísimos como —por quedarnos sólo en lo anglosajón— los de Kurt Vonnegut, Philip Roth, Henry Miller, Jack Kerouac & Co., Henry Roth, Thomas Wolfe, Jean Rhys, Marcel Proust para no irse demasiado lejos rumbo a las hermanas Brontë, Charles Dickens y buena parte de la novelística del siglo XIX, para concentrarse en el aquí nomás y en el ahora mismo. Allí, los confirmados sospechosos y sospechosas de siempre: Sheila Heti, Karl Ove Knausgård, Olivia Laing, Delphine de Vigan, Chris Krauss, Lucia Berlin, Deborah Levy y siguen las firmas (y, sí, tal vez lo novedoso es que por estos días son muchas las mujeres que se apuntan a apuntarse). Por los mismos días, el suplemento de libros de The New York Times reseñaba —con cierto desconcierto— a Interior: novela del francés Thomas Clerc, cuyo “tema” es el cuidadoso catalogar de todo lo que había dentro de su departamento hasta conseguir, según el autor, “una poética de la propiedad” y, según el crítico, “un magnífico tedio en el lector”. 

  Y en ambos artículos figuraba el nombre de Rachel Cusk quien, con Prestigio, cierra una trilogía —iniciada con A contraluz (2014) y seguida por Tránsito (2016) y, por las dudas, esta no es una trilogía en el sentido en que lo es El señor de los anillos— que no sólo le da sentido al fino arte de mirarse el ombligo para luego ponerlo por escrito sino que, además, consigue una gran obra y la realización de uno de los proyectos novelísticos más interesantes y admirables de los últimos tiempos.

  Lo de Cusk (Toronto, 1967) no se limita a ser Literatura del Yo sino que crece a la del Súper-Yo, no en un sentido psicoanalítico sino de la Marvel o de la DC Comics. Cusk es súperpoderosa, sí. Y —más allá de un número considerable de novelas “ficticias” a secas— Cusk ya había hecho lo suyo en el terreno de lo autobiográfico con tres libros que habían tenido su impacto por sus modales confesionales y que la convirtieron en persona non grata en ciertos angulosos círculos: A Life’s Work (de 2001, dando luz a las sombras de ser madre), The Last Supper (de 2009, diseccionando un verano en Italia y retirado de circulación por el pleito de unos vecinos a los que narró sin pedirles permiso) y Aftermath (de 2012, disparando a quemarropa a un divorcio que se negaba a morir). 

  Pero en Prestigio y Tránsito y A contraluz Cusk va mucho más lejos desde el punto de vista creativo y, sí, “inventa” algo con materiales preexistentes. Cusk reinventa inventivamente mientras buena parte de los autoficcionalistas se conforman —tal vez por hasta ahí pueden llegar— con inventariar. Es decir, Cusk hace lo que debería hacer todo escritor. Y lo hace con excelencia. 

  De algún modo, puede definirse su método en estas tres “novelas” como a una cruza entre lo hecho por Edward St. Aubyn en el magistral y acaso insuperable quinteto bio-autobiográfico narrando las idas y vueltas de Patrick Melrose y el oído absoluto de Svetlana Alexievich para reportar aquello que le cuentan mientras Henry Green mira desde lo más alto. Porque Cusk —en la piel y mente de la nómada Faye, cuya vida tiene mucho más de un punto y coma en común con la suya— toma, ya desde la primera página de A contraluz y hasta la última palabra de Prestigio, una decisión decisiva: hacer silencio, casi esfumarse detrás de lo que le informan acerca de sus vidas los otros para que, la propia, aparezca insinuada en las pausas y escuetos comentarios con los que Faye alienta o desalienta el fluir de las historias ajenas como si ella se tratase de una médium de fantasmas muy vivos y vívidos. Precisó muy bien la escritora Heidi Julavits que “leer a Cusk imita la sensación de estar bajo el agua”. Sí: Trama líquida y por momentos inasible, pero tan refrescante en su inteligencia. Y, agregaría, por momentos asfixiante y entonces la necesidad de salir a tomar aire cada tanto para no dejarse arrastrar/ahogar por la magnífica prosa de Cusk: fría, cromada, como de científica loca por demasiado cuerda y, por momentos, evocando las cadencias de J. G. Ballard y de Bret Easton Ellis y de Nicholson Baker a la hora de exponer aquello que sucede en el infinito concentrado de una cabeza. Porque, a diferencia de Knausgård y de sus demasiados epígonos, Cusk no se limita a la práctica verité sino que teoriza de verdad. Cusk no sólo observa. Cusk observa y hace observaciones. Y piensa mucho y muy bien —en especial en lo que hace a las taras del mundillo literario— y siempre preocupada por la inquietante posibilidad de que la vida sea “una serie de castigos por esos momentos de inconsciencia, que el destino de uno se labra con aquello en lo que no nos fijamos o de lo que no nos apiadamos; que lo que ignoras o no te molestas en comprender se convertirá, precisamente, en aquello que no te quedará más remedio que conocer” pero, también, “cada vez más convencida de las virtudes de la pasividad, de vivir una vida en la que el yo dejara una impronta lo más pequeña posible”. 

  Así, se sigue a Faye como a una contradictoria Gran Conocedora y Mujer Invisible. Como alguna vez se siguió a Robinson Crusoe: como una náufraga no en una isla desierta sino, con su naufragio a cuestas como si se tratase de exceso de equipaje, a lo largo y ancho de un mundo demasiado poblado (conociendo desconocidos, subiendo y bajando de aviones, soportando editor, escuchando vidas de perro, alternando con agentes de bienes raíces o alumnos en talleres de escritura o vulgares o elegantes estrellas literarias en festivales) y coleccionando monólogos como quien clava alfileres en mariposas.

  En otro milenio y, probablemente, en otro planeta, Vladimir Nabokov despreciaba a aquellos escritores que se sentían personajes y consideraba a las “biographies romancées”, como “de lejos la peor clase de literatura jamás inventada”. Nabokov decía “odiar el manoseo de las preciosas vidas de la escritores” como si se tratase del “crujido de faldas y de las risitas por los corredores del tiempo” y reclamaba “la verdad desnuda de los documentos... Eso, y sólo eso, es lo que pediría a mi biógrafo..., simples hechos, nada de búsqueda de símbolos, nada de llegar a conclusiones atrayentes pero descabelladas, nada de palabrería marxista, nada de necedades freudianas” para concluir que “la biografía de un escritor debería ser siempre la historia de su estilo”. Sabiendo que nadie estaría a la altura de lo suyo, Nabokov revolucionó y llevó a su cumbre la forma de lo autobiográfico con su Habla, memoria.

  Con Prestigio —y con A contraluz y Tránsito— Rachel Cusk ha escrito su Escucha, memoria.   

  No es lo mismo, pero es mucho.