Evangelina Ojeda tenía 33 años cuando allanaron su casa, el 25 de enero de 1977. Como no la encontraron, la patota de Feced irrumpió en lo de su hermana menor –que estaba embarazada-, de su abuela y de su tía. Desesperados, sus padres hablaron con un vecino, Carlos Torres, que tenía vinculación con la policía provincial. La mujer era militante gremial en la fábrica de telas Estexa y decidió entregarse. Estuvo cautiva hasta fines de junio. Sufrió picana eléctrica –se refirió a la “magiclick”- y golpes, la acusaban de colaborar con Montoneros, “algo que siempre negué y seguiré negando”, afirmó ante el Tribunal Oral Federal presidido por Lidia Carnero. Llegó acompañada por su esposo, y con un bastón blanco a la sala de audiencias, ya que quedó ciega. No lo era cuando sufrió la privación ilegítima de la libertad. “Juanita (Bettanin, otra de las cautivas) lloraba mucho y me confesó que en una de esas sesiones de tortura la habían violado”, contó Ojeda, que declaró por primera vez el miércoles pasado. “¿Era una práctica habitual?”, preguntó el fiscal Adolfo Villate. “Sí, había compañeras que lo relataban”, dijo la mujer. En cada audiencia de la causa Feced III, donde se juzga a 13 represores por delitos de lesa humanidad cometidos contra 152 víctimas, queda al descubierto la actualidad de estos procesos: la complicidad empresaria y las marcas que dejó la impunidad en la vida de quienes sufrieron en carne propia el terrorismo de estado. El último miércoles también declararon, entre otros, Luis Cuello, Gladis Marciani, Juan José Casco y Clelia Righi.

Cuello, secuestrado en 1978, fue uno de los últimos alojados en el centro clandestino de detención Servicio de Informaciones, que funcionaba en Dorrego y San Lorenzo y fue desmantelado a principios de 1979, luego del asesinato del estudiante de Ingeniería Conrado Galdame, y el posterior operativo fraguado por la patota para encubrir ese crimen. Cuello fue contundente en sus apreciaciones: “Los que están siendo juzgados fueron menos de la mitad de la patota”, dijo quien fuera concejal por el Movimiento al Socialismo (MAS) tras la recuperación democrática. En su detallado testimonio desgranó apodos de represores que nunca fueron juzgados, ya sea porque están prófugos o porque no se los pudo identificar. En cada caso, los mencionó como “otro punto de impunidad”. Por ejemplo, cuando se refirió a César “La Pirincha” Peralta, que integró la patota, siempre estuvo prófugo y está sindicado como dealer de la zona norte. “Si estamos acá fue producto de la inmensa lucha que llevaron las Madres, los Hijos y los organismos de derechos humanos. Si fuera por los poderes instituidos nadie estaría acá”, dijo el testigo y se explayó: “Me parece un despropósito completo el manejo de esta causa, la política de biodegradación al dividirla”. Cuello también recordó la complicidad del poder judicial en la dictadura. “Fui acusado por un fiscal federal de apellido Tiscornia, fui juzgado por el juez Tschopp, fui maltratado por la defensora que después fue jueza, Laura Cosidoy”, reconstruyó. HIJOS denunció a Tschopp por delitos de lesa humanidad.

El juicio sigue la lógica de las pruebas judiciales: cada sobreviviente recuerda apodos, funciones y características de los represores, y también a compañeras y compañeros de cautiverio. En cada testimonio, se arma el rompecabezas del centro clandestino de detención más importante de la región, donde se estima que pasaron unas 2000 personas.

Evangelina Ojeda recordó a sus compañeras, y sus silencios ante las preguntas dejaban vislumbrar el esfuerzo por recordar. Recibió un telegrama de Estexa dos días antes de ser liberada, que la conminaba a volver a sus tareas. Demasiada coincidencia esa antelación, y dado que sabía cómo iba a ser tratada si se reincorporaba, negoció su desvinculación, aunque no logró que la indemnizaran.

Hubo fuerte presencia obrera en la última audiencia. Gladis Marciani, que trabajaba en el Swift cuando fue secuestrada junto a su novio, Casco, y su hermana Teresita, también con el novio, Eduardo Márquez. Las dos parejas estaban en lo que era la Asistencia Pública, en Rioja y Dorrego, haciendo los trámites para casarse. Ese mismo día, la patota fue a buscar a su otra hermana, Luisa Marciani, que fue secuestrada junto al marido, Rodolfo Gómez, y los dos hijos, Gladis y Alberto Gómez. Todos trabajaban en frigoríficos: Swift, CAP y Litoral. Luisa cursaba un embarazo avanzado por el que nunca recibió atención médica, pese a los reclamos de sus compañeras de la Alcaidía. Cuando la asistieron, su bebé estaba muerto. Y ella falleció también. A Gladis Gómez, que tenía 18 años, la torturaron con saña, al punto de que todavía tiene marcas. También la violaron, aunque ella nunca quiso hablar del tema. Así lo contaron sus tíos en la audiencia del miércoles.

Los imputados de la causa son Carlos Ulpiano Altamirano, Eduardo Dugour, Julio Héctor Fermoselle, Héctor Oscar Gianola, Daniel González, Ramon Telmo Alcides Ibarra, José Rubén Lo Fiego, Mario Alfredo Marcote, Lulio César Nast, Ovidio Marcelo Olazagoitía, José Carlos Antonio Scortechini, Ernesto Vallejo, Ramón Vergara. Eugenio Zitelli, que debía ser juzgado también, murió antes del postergado comienzo de este juicio oral.