Considerado por la filósofa belga Chantal Mouffe como “uno de los mejores analistas de la política argentina”, el politólogo y periodista Edgardo Mocca acaba de editar El Antagonismo Argentino. Problema insoluble del neoliberalismo y causa de la crisis del gobierno de Macri, donde analiza la coyuntura política haciendo eje en el concepto de antagonismo, mal llamado “la grieta” por el empobrecido lenguaje mediático. El texto incluye algunos de sus artículos publicados en PáginaI12 desde la llegada de Cambiemos al poder.

–¿Cómo se lee el escenario político del presente desde el antagonismo?

–Solemos llamar política a lo que hace el “sistema político”. Es decir, la red institucional que participa de modo más o menos directo en las decisiones políticas. Hoy esa red no integra solamente a los actores formales de la política sino que incluye a otros no integrados al sistema según las prescripciones legales o constitucionales: las grandes corporaciones, los medios concentrados, los sindicatos, el sistema judicial, entre muchos otros. El sistema es un pacto siempre inestable y contradictorio cuyo fin abstracto es el de evitar que los conflictos conduzcan al debilitamiento y eventual derrumbe de una determinada comunidad política. Sin embargo, el antagonismo es inerradicable de lo político. Más aún, para muchos autores cuya huella sigo –desde Maquiavelo hasta los contemporáneos Laclau, Mouffe, Badiou, entre otros– el antagonismo es la sustancia misma de la política. Y las fuerzas antagónicas, cuando se constituyen como tales, no se limitan a la política institucional-formal sino que constituyen bloques que organizan y con los que se identifican amplios sectores sociales. Ese es el caso de Argentina actualmente.

–Dos fuerzas en pugna…

–Sí, dos grandes fuerzas, heterogéneas en su interior e intensas en sus demandas y en sus lenguajes, que disputan el poder. Si bien cada una de esas fuerzas –neoliberales y nacional-populares, según mi punto de vista– tienen  una historia larga en nuestro país, su actual configuración empieza a aparecer con la crisis y el derrumbe nacional de 2001. Por eso mi opinión es que para analizar adecuadamente nuestro presente hay que partir de ese antagonismo. Y de su carácter real y profundo, no reducible a las intenciones de tal o cual liderazgo. De otro modo se derrapa en todo tipo de moralismos, en la anécdota trivial y en la subestimación de las fuerzas que actúan en lo profundo de la sociedad argentina.

–El antagonismo resulta entonces esencial para la comprensión del presente político…

–Sí. El lugar actual del antagonismo es central y nada se puede pensar sin él. Para explicar qué quiero decir, podríamos comparar la situación actual a la inmediatamente posterior a diciembre de 2001. A diferencia de aquel estallido espontáneo y sin un eje político claro, lo que existe hoy es la memoria política de los años posteriores al derrumbe, los años del kirchnerismo.

–¿Y cómo es esa memoria política?

–No es una memoria vaga ni solamente sentimental. No es tampoco el patrimonio de sectas minoritarias. Es la conciencia de que se puede vivir de otra manera. Es el rescate de la huella de una experiencia política y no la añoranza de un imposible regreso. Por eso constituye un antagonismo político y no el accionar faccioso de un grupo organizado como suele presentárselo en los medios del establishment. Por eso no ver el antagonismo lleva a no entender nada. Y el antagonismo –hay que insistir– no es una división binaria y simplificada de la realidad sino la referencia a una capacidad que tienen múltiples actores de relativizar sus diferencias para expresarse de un modo dinámico y potente en la realidad actual. ¿Qué estamos viendo hoy? Que incluso dirigentes y fuerzas que nunca se entendieron bien con los gobiernos de Néstor y Cristina hoy tienden a reagruparse con los protagonistas y los líderes de aquellas experiencias.

–¿Cómo opera el antagonismo en la complejidad de la trama política?

–El entramado político tiende a constituirse alrededor de este antagonismo. Por eso los analistas oficiales ven al kirchnerismo por todos lados, en cada protesta, en cada movilización. Porque no saben distinguir entre una fuerza política encuadrada y orgánica y un impulso conflictivo mucho más amplio que hoy recorre la sociedad. Por eso pasa lo que pasa en la CGT donde se debilitan los sectores más conciliadores. Por eso una parte influyente del peronismo que se había ido de las cercanías de Cristina vuelve a dialogar con ella. No porque se hayan hecho kirchneristas sino porque la desastrosa experiencia macrista los aleja del gobierno. Y porque los sectores clara y definidamente opuestos al neoliberalismo tienden naturalmente a converger con quienes plantean una política antagónica. Lo mismo ocurre en las organizaciones sociales en general. Hay que insistir: no se trata de que el kirchnerismo crezca a expensas de otras fuerzas, ni mucho menos que las absorba. Se trata más bien de nuevas configuraciones que desbordan los límites de los partidos, las tendencias y los dirigentes.

–¿Se avizora, entonces, un tiempo de reordenamiento de fuerzas?

–La situación está madura para un nuevo y potente realineamiento político. Por eso el establishment se desespera para encontrar una forma de “gobernabilidad” que excluya a estas fuerzas que se reagrupan. Hoy impacta cómo parte del diálogo entre la administración local y el gobierno real (el FMI) versa sobre las condiciones sociales y políticas para la aplicación del plan acordado. Y la foto de una discusión con los gobernadores sobre el presupuesto en la que ¡no estaba el presupuesto! resulta bochornosa. Marca el grado de ansiedad que recorre al poder real en nuestro país. Sin embargo esto todavía no ha tomado la forma de un frente efectivo que pueda, llegado el momento, tomar una forma electoral. Pero reducir la tensa situación actual a la preparación de una boleta electoral para dentro de un año sería un grave error. Lo principal en este momento es la unidad política. En el Congreso y en la calle. Entre los partidos y dirigentes pero sobre todo en la base del conflicto multisectorial que hoy se desarrolla contra el despojo del país y de su pueblo.

–Una unidad política y programática que aglutine en lo diverso a una nueva mayoría…

–Digámoslo así: los antagonismos no nacen para ser eternos y su solución no es un consenso racional basado en la mutua comprensión. El antagonismo desemboca en la hegemonía. Es decir, en una situación tal en la que una de las partes logra constituirse en la expresión del conjunto. No del “todo” lo que sería una utopía totalitaria, sino de una voluntad ampliamente mayoritaria, capaz de establecer nuevas bases para la convivencia nacional. Incluso, nuevas bases constitucionales. Claro que todo esto es un planteo teórico. Y nadie puede saber cuánto tiempo y qué costos deparará la resolución hegemónica de este antagonismo. Que por otra parte no es nuevo sino que es la herencia contemporánea de la lucha entre dos concepciones de la nación que vivieron enfrentadas durante toda nuestra historia.

–¿La resolución hegemónica del antagonismo argentino puede dar lugar, en algún momento, a la eliminación del otro?

–La idea de la “eliminación del otro” no es necesariamente la forma que puede adoptar el antagonismo. Para no razonar en abstracto: yo no quiero la eliminación de nadie, yo quiero la superación de esta cíclica experiencia que periódicamente nos pone frente a frente con la amenaza de la disolución nacional. Y eso no fue ni es el fruto de errores. Es el resultado de un país pensado para pocos. Así se expresó por ejemplo en la discusión del centenario de la patria. Esa concepción debe ser, en mi opinión, derrotada definitivamente, así como Estados Unidos resolvió en la segunda mitad del siglo XIX la hegemonía de la burguesía del norte frente al esclavismo del sur. Ojalá que nuestro modo no pase por una guerra civil destructiva. Ni por ninguna otra forma de violencia generalizada. Las personas de mi generación sufrimos mucho y perdimos mucho con la violencia. Una violencia cuya responsabilidad casi excluyente corresponde a los que instauraron un orden político de represión, persecución y proscripción que derivó en la noche sangrienta de la última dictadura. Para nada queremos eso. Nuestra ruta es la conquista de una hegemonía político-cultural transformadora y no la violencia personal contra nadie.

–Pero Cambiemos “agita el sistema” y transgrede los límites del juego democrático…

–Cambiemos es una versión particular, más o menos novedosa, de la concepción política de nuestras clases dominantes. No me sorprende para nada este giro insensible, autoritario y represivo que no es sino la profundización de lo que fue desde su inicio. El origen electoral legítimo del gobierno de Macri no los convierte en una fuerza democrática. No es democrático manipular el poder judicial, apoyarse en la complacencia de los dueños monopólicos de la palabra para censurar y perseguir opositores. No es democrático utilizar a las fuerzas de seguridad como guardias pretorianas sin control alguno de las instituciones encargadas de ejercerlo. En fin, no es democrática la enajenación de la democracia cediendo el poder efectivo a una institución supranacional manejada por la primera potencia mundial.

–Y sin embargo, algunas voces críticas al Gobierno, las menos enfáticas, utilizan la expresión “democracia de baja intensidad”…

–La nuestra es una democracia limitada, recortada y en grave peligro de convertirse en su exacto contrario. La “democracia” de Cambiemos está regida por el principio de hacer desaparecer del país a aquellas fuerzas, dirigentes y personas a las que considera peligrosas para sus planes. Es el famoso cohete a la luna en el que Macri dijo que quería poner a los opositores reales a su gobierno.

–Mientras tanto, Cambiemos insiste en proclamar la búsqueda de consensos y simultáneamente avanza vorazmente hacia la restauración conservadora…

–El macrismo dice que quiere avanzar hacia el consenso. Pero no actúa en esa dirección. A tal punto que sus socios más fieles en el supuesto campo de la oposición empiezan a ver que no hay nada que esperar de esas buenas declaraciones de intenciones. El presupuesto no es un consenso. En el mejor de los casos para Macri (que hoy luce muy problemático) será el resultado de una extorsión que se ejecutará con todo el peso de los medios, las carpetas y otros usos y costumbres del “moderno y democrático” gobierno. Ocurre que la palabra consenso tiene muy buena prensa. Y eso se explica: desde 1983 los argentinos y argentinas vivimos sin tener que soportar las terribles dictaduras del pasado (que también juraban en nombre de los consensos). Yo no dejaría en manos de ellos el manejo de estos conceptos. Quiero un consenso grande, abrumadoramente mayoritario para recuperar un estado activo en defensa de los más débiles, con un proyecto industrial y productivo y una política internacional digna, y no mendicante como la actual. No es un consenso imposible. Lo veo más factible que el consenso neocolonial que propone el macrismo.

–¿Qué elementos conspiran para la falta de sustentabilidad política creciente que ofrece el Gobierno?

–Los grupos dominantes creyeron encontrar en el macrismo la concreción de un viejo sueño. El de una dominación estable basada sobre un amplio consenso social. Por ahora lo que consiguieron es un triunfo electoral suficiente para invertir el curso de los acontecimientos posteriores al derrumbe de 2001, pero claramente insuficiente para darle consistencia a ese triunfo. Estamos ante un elenco de gobierno extremadamente ideológico, voraz e insolvente en su desempeño práctico. El grupo de Ceos reunido en el equipo de gobierno cree de modo ferviente en el dogma del derrame. En eso es coherente con la vieja creencia oligárquica: lo que es bueno para los dueños de la tierra es bueno para el país; quien quiera profundizar en esto no tiene más que leer las periódicas editoriales programáticas del diario La Nación. Creen en eso aun cuando los proyectos que se guiaron por esa hoja de ruta terminaron sistemáticamente fracasados y políticamente aislados. Pero también son voraces: aprovechan su situación para desplegar sus negocios, particularmente financieros pero también extendidos a otros sectores, aún a costa de contribuir así a aumentar sus problemas políticos y sus tensiones con otros segmentos del poder económico. También son ineficaces: ningún gobierno sale indemne de la contrastación entre sus promesas y los hechos. Anunciaron una fácil derrota de la inflación, crecimiento económico y pobreza cero: los números en todos esos aspectos –y muchos otros– deberían mejorar mucho para merecer ser calificados como malos. Los buenos negocios sectoriales conducen a malos rendimientos políticos y sociales. Y esto es un espiral en crecimiento.

–Hoy se habla de una posible dolarización de la economía. ¿Cree que de concretarse esto sería la parte final del proyecto que vino a instrumentar Cambiemos?

–En principio y como premisa metodológica –que justamente desarrollo en el libro– no creo en los procesos políticos inevitables, algo así como un futuro ya escrito. Lo que está claro es que la dolarización es una amenaza terminal para el país. Sería la renuncia, no definitiva porque nada lo es, pero sí grave y perjudicial por un largo período, no solamente para la economía sino para la propia existencia de la nación como entidad independiente. Sería la renuncia total a nuestra soberanía y abriría paso a la enajenación de nuestro patrimonio social, cultural y ecológico en una escala no conocida en un país que conoció muchos procesos de este sentido. Lo que cabe esperar, y por lo que habría que trabajar es que el pueblo, la democracia argentina, llegue a tiempo para evitar ese daño formidable. El frente contra la dolarización tendría que estar por encima de cualquier bandera partidaria, tendría que ser una causa nacional.