Un hombrecito, de escasos kilos, edad incierta y atuendo de los años ochenta camina por un bosque urbano. Estamos en La Plata, misteriosa y geométrica ciudad, donde se cuecen historias y estudiantinas, en esquinas imaginadas por masones. Vemos a este hombre pintar, recorrer zonas suburbanas, visitar algunos amigos que lo llaman “Seyi” o “Sergio”. Se trata de Segey Spivak Laurson, un pintor sovie?tico que tras una forzada migración y un peregrinaje que lo llevó entre otros lados a Afganistán y Marruecos, lo trajo al otro extremo del planeta: Argentina. A exactamente 12.869 kilómetros de su ciudad natal. Segey sobrevive como puede, haciendo pinturas por encargo a fantasmales mecenas, vive en una casa que tiene en la entrada un cartel de venta. Y es realmente muy parecido a Andrei Tarkovsky. Viendo las imágenes en blanco y negro de este filme, ópera prima de Pedro Barandiaran, no podemos no imaginarlo también como un personaje, un doble  de menor tamaño, de aquel mito del cine ruso.   

Todo comenzó cuando Barandiaran –montajista egresado de la ENERC– leyó en 2012 una historia publicada en el diario El Día: un estonio perdido en las calles de La Plata. Decía que era artista plástico y que había estado en la guerra. Lo habían traído a la ciudad para terminar las esculturas de la Catedral. La nota venía con un mapa que explicaba dónde quedaba Estonia. A Barandiaran, que estaba ansioso por hacer un documental que transcurriera en su ciudad, le alcanzó para salir a investigarlo e indagar en esa historia que podía llegar a ser fascinante. Se puso en contacto con Horacio Álvarez, que en ese momento dirigía el Centro Cultural Islas Malvinas de La Plata, donde le habían organizado a Segey un espacio para que diera clases de pintura. Le sorprendió la altura del pintor, su modo de hablar y su forma esquiva de dirigirse a él, como si fuera un ladrón, alguien que escapa de un pasado oscuro. Hacía poco que Segey había sido rescatado de la calle, y todavía conservaba algunas mañas, como tener todas sus pertenencias en un chaleco de fotógrafo para evitar los robos.

En un pocas horas Segey relató su vida entera. Su paso por la guerra ruso-afgana a principios de los 80, sus retratos, sus aventuras en África, la vida de su hermana en los Estados Unidos, y la existencia de un hijo que vivía en Rusia y a quien no veía hacia décadas. Lo invitó al lugar donde en ese momento residía, una casita muy humilde en Ringuelet donde atesoraba sus grandes cuadros y un sinfín de fotografías. Barandiaran entró en contacto con los conocidos del pintor y con el submundo del arte religioso de La Plata. Segey quería recuperar su identidad estonia y desde hacía años intentaba reabrir el caso judicial. Era un apátrida devenido argentino.

Barandarian cuenta de su protagonista: “No formó parte de una migración masiva. Su lucha es individual, un individuo abriéndose paso en su propia historia, particular, extraña. Los escenarios de su vida me invitaban a sumergirme en varios mundos totalmente desconocidos para mí: el arte sacro, la Iglesia Católica, la Iglesia Evangelista; y en algunos que me fascinaban desde siempre o conocía bien: el universo soviético, las calles de La Plata, los enormes edificios de la administración provincial y municipal”. Pero, mientras avanzaba con la producción, el director descubrió que varios datos y hechos del relato armado por Segey sobre su vida no encajaban. Era un rompecabezas con piezas de otro juego. ¿Qué había pasado en Estonia para que huyera de la noche a la mañana? ¿Por qué había desertado de la Guerra de Afganistán? ¿Qué había pasado con su mujer en Marruecos y con el Raj para quien decía haber trabajado durante años? ¿Cómo había llegado a La Plata y por qué no se comunicaba con su familia? 

Todas esas preguntas y más aparecen en este documental. Su protagonista habla poco, las personas que lo rodean no abundan en detalles, nada ni nadie parece querer quebrar su aura de misterio. Su humilde enigma se abre paso en las imágenes. Porque además de ser un fugado, Segey es un artista: pinta, lo vemos pintar, vemos sus pinturas, en las que hay una curiosa recurrencia. En el último tiempo venía pincelando una y otra vez imágenes de un territorio donde nunca estuvo. Entre los vuelos que lo llevaron de un sitio a otro, siempre relacionados a pintar imágenes sagradas, hay un lugar que siempre deseó y no pudo: conocer las Cataratas del Iguazú. Con su español telegramático cuenta que hace mucho que escucha relatos de ese paisaje que imagina maravilloso. Busca videos y fotos en internet, imágenes de agua cayendo que quedan flotando en su computadora como fondos de pantalla.

Pero el plot de la película, su punto más alto es cuando su vecino y colaborador José, que lo ayuda en todos sus trámites cotidianos, lo incita esta vez a mandar un mail a su hijo. Después de veinte años, se encuentran sus caras flotando en internet, dos gotas de agua en un punto y otro del planeta Tierra. “¿Qué fue lo que hiciste de importante en tu vida como para que quieran hacer un película?”, le suelta su hijo Vadim por Skype, en una charla prolongada y tensa que ocupa gran parte de la película. “Imagino que debe haber muchos inmigrantes como vos que se escaparon de sus países”. La pregunta es pertinente porque si hay algo que cuestiona el documental de Barandiaran es justamente el hecho de que toda vida merezca ser narrada. 

Segey admira la caída de las Cataratas y su fuerza atronadora pero su intención es fijar esa imagen en un cuadro; el agua que fluye queda plasmada, atrapada dentro de su lienzo, como en un limbo. Su propia vida está varada en ese lugar impreciso entre    las imágenes grabadas en su memoria (“Recuerdo tus últimas palabras cuando nos despedimos”, le dice a su hijo, mientras que éste responde “Yo no”) y lo que ocurre alrededor. Barandiaran sabe llevar ese trance a las escenas: toda la película funciona para que las imágenes que bordean al personaje, al mismo tiempo que lo imposibilitan, revelen la naturaleza interna de sus fisuras. Un apátrida, ni estonio ni argentino, busca un lugar donde vivir y pintar sea posible.  

¿Toda vida merece ser narrada? Para esa pregunta, este documental –y quizás ningún otro– no ofrece respuestas. Como también para muchas otras incógnitas de la vida de Segey. Luego de esa conversación con el hijo, algo se destapa. La cámara lo acompaña mientras va, finalmente, a conocer las Cataratas. El pintor se aventura de nuevo, inicia una inmersión, hacia un paisaje mucho más interior. De todos los destinos posibles para estas imágenes, uno afín y a la vez paradójico es donde se verá, finalmente, este documental: en el Centro Cultural Recoleta, en la sala llamada Capilla. El auditorio abovedado y gris, antaño claustro de la Iglesia vecina, adornado con pinturas muy parecidas a las que Segey vino a hacer a nuestro país.

Segey se podrá ver los viernes de octubre, en el Centro Cultural Recoleta. A las 21.