Desde Barcelona

UNO Hay momentos en los que Rodríguez empieza a repetir, como un mantra, la palabra stop. Stopstopstopstop. La última vez acaba de ocurrirle, al leer la noticia de que en Sudáfrica se ha hallado el dibujo más antiguo jamás hecho por manos humanas. Hace 73.000 años. Rayas rojas cruzándose sobre una roca silícea. Y alguien, al descubrirlas y verlas, emocionado, no demoró en comunicar a la revista Nature que “el diseño recuerda al del signo de hashtag”. 

Y es ahí cuando Rodríguez stopstopstopstop... 

DOS ...porque si no pronto hasta el pasado será una app. Un appasado empeñado en ser recontado como nunca sucedió. Pronto, de seguir así, se teorizará que los antiguos egipcios se dibujaban y pintaban de perfil porque Ra les tenía prohibido tomarse selfies y acerca de que la multi-interpretable sonrisa de la Gioconda se debía a que Leonardo le estaba mostrando los planos para una “registradora de imágenes” con las que pensaba atesorar las gracias de su gatito Miáudici para disfrute de Florencia toda.

En cualquier caso, sí es verdad que desde el pasado no dejan de llegarnos advertencias de lo que podría llegar a pasar. Y así Rodríguez volvió a leer ese cuento de 1909 titulado “The Machine Stops” de E. M. Forster. Y qué normalmente raro que es Forster (bisagra entre lo victo-edwardiano y el modernismo) y que extrañamente posible suena lo que cuenta allí y entonces. Nada más y nada menos que las consecuencias de lo que le sucede a la humanidad cuando se produce la rotura sin arreglo de algo que se parece demasiado a Internet. Entonces, todos viven bajo tierra, casi nadie viaja y, mucho menos, sale de sus casas. No hace falta o, lo que es peor, ha dejado de interesar. Y casi todos profesan una religión conocida como Technopoly, porque han olvidado que fue el hombre quien creó a la Máquina y optaron por conferirle orígenes divinos. Tarde o temprano, la Máquina comienza a fallar, acaba por romperse y –Forster es optimista– se vuelve a la superficie y al contacto con la Naturaleza. Pero destacando  el hecho –Forster escribió lo suyo en respuesta al H. G. Wells de The Time Machine– que lo que surgiría de la hecatombe no debía ser algo parecido a los infantilizados Eloi sojuzgados por los subterráneos Morlocks diseñando nuevas máquinas.

TRES Cuestiones más inmediatas: la tecla de STOP que alguna vez fue la misma de EJECT en los viejos grabadores y donde el “underground y mala vida” comisario Villarejo RECORDó a diestra y siniestra a políticos y gente importante en conversaciones comprometidas que ahora salen a la luz en plena sombra y forma. Y el PSOE –ingenuo o cínico– quejándose del “acoso brutal y personal” del PP y Ciudadanos olvidando que los socialistas presionaron FFWD para la moción de censura que eyectó a Rajoy hacia la felicidad de almuerzos de seis horas con puro y whisky del bueno. Mientras, Franco saldrá del Valle de los Caídos con ese sonido saltarín de los cassettes sólo para darle RWD y PLAY –por exigencia de la familísima– si entra en la Catedral de la Almudena. Así, los fachas madrileños estarán tan felices de tenerlo más cerca. Mientras tanto y hasta entonces, ya está aquí la auto-épica del primer aniversario del in/dependentista 1 de octubre. Y PAUSE.

CUATRO Y Rodríguez –quien, por supuesto, no es tan optimista como Forster– se pregunta qué será de los iluminados de hoy (y ahí está el imparable McCartney en su formidable nuevo disco llamando al motín y a detener al “capitán loco” Trump) cuando llegue el inevitable apagón de mañana. En Blade Runner 2049 se menciona casi de pasada un “Blackout” consecuencia de terrorismo replicante y que borra buena parte de la memoria de la entonces desmemoriada humanidad (porque perdió la costumbre de hacer memoria cediéndola a los cerebros artificiales) almacenadas en bancos de data que de pronto van a la quiebra por Big Crack. 

Así que antes de todo eso, Rodríguez fantasea con la posibilidad de su desaparición parcial (nada más que por unas cuantas semanas, sin llegar al extremo de lo de David Foster Wallace colgándose de la viga del tejado hace una década) y se acuerda del ya clásico manual de instrucciones para desinstruirse: How to Disappear Completely and Never Be Found de Doug Richmond. Allí todo lo que necesita saberse para que ya no se sepa más de uno: desaparición, nueva identidad, “pseudosuicido” y todo eso. En realidad, lo mejor es el tan wallaceano título. 

Y Rodríguez no encuentra el libro, pero buscándolo encuentra The Middleman, la nueva novela de Olen Steinhauer: “nuevo Le Carré” (categoría casi tan abultada como la de “nuevo Dylan”) en lo que hace a la novela de espías. Pero Steinhauer está muy bien. Rodríguez ya disfrutó de los cinco libros de su Yalta Boulevard Sequence y más aún de la Milo Weaver Trilogy así como de sus títulos sueltos y autónomos. The Middleman es uno de estos últimos, y lo que aquí se cuenta es el surgimiento de una “Massive Brigade” comandada por el terrorista-pacifista y “Rostro de la Nueva Revolución” Martin Bishop. Sus acciones subversivas se limitan a invitar a los jóvenes a desaparecer en masa y así destruir el sistema: tirar sus teléfonos móviles a la basura, romper sus tarjetas de crédito. Detener La Máquina, sí. 

CINCO Y la ilusión de hacer un alto permanece. Y Rodríguez se acuerda también de esos dos momentos en Proust y en Vonnegut en los que sus respectivos protagonistas –en Le temps retrouvé y en Mother Night– salen a caminar por New York o tropiezan con una baldosa irregular de camino a una fiesta de los príncipes de Guermantes. Y sienten entonces como todo se detiene para que, por fin, ellos puedan avanzar en una dirección precisa luego de años de dar vueltas. Aunque lo que desea Rodríguez es algo más extremo y radical. No encontrar un sentido sino perderlo por completo. Y se acuerda de la autodisolución propuesta por Vladimir Nabokov en su muy inconcluso y muy póstumo The Original of Laura. A Rodríguez no le gusta mucho Nabokov (lo considera menor y derivativo, más juguetón aristócrata que artista jugado, ingenioso antes que genio, maleducado narcisista sin límites y, por lo general, tóxico y con un alto poder de contagio a epígonos quienes no demoran en desarrollar sus peores vicios y taras). Pero sí es fan de Chip Kidd, quien se encargó del diseño y presentación en formato libro: fichas a troquelar y barajar como si fuesen naipes y en las que el ruso más norteamericano de todos apenas llegó a esbozar la novela. Allí, en párrafos sueltos e inconexos, un tal Philip Wild buscando su final por “auto-disolución” para alcanzar “el más grande de los éxtasis conocidos por el hombre”. Así, Wild comienza a borrarse a sí mismo de los pies a la cabeza. El mesiánico y megalómano Nabokov se disolvió como cualquier mortal antes de terminar el libro (en cualquier caso Forster advertía y se quejaba en su Aspects of the Novel de que ninguna novela alcanza un final satisfactorio por una falla insalvable en sus engranajes: la vida siempre continúa y las novelas no) pero dejó allí una ficha que Rodríguez desprendió de su página y puso en un marquito. Allí se lee: “eliminar suprimir borrar tachar cancelar anular obliterar”.

Pues eso.

Rodríguez duerme insomne y sueña despierto con lograrlo (por lo pronto lo conseguirá por unas cuantas y próximas semanas). Y espera no estar aquí para el momento en que, inevitablemente, algún canario imparable lea ese momento en Strong Opinions. Allí, un periodista le pregunta a Nabokov en qué sitio se ubica él entre los escritores vivos, y Nabokov responde “A menudo pienso que debería existir un signo tipográfico para la sonrisa...  una especie de signo cóncavo, un corchete redondeado boca arriba, que ahora me gustaría trazar como respuesta a su pregunta”. Y que, habiendo leído eso, ese mal influencer abra las ventanas de su hogar y se ponga a gritar que el autor de Lolita anticipó/inventó al emoji. Pero, enseguida, seguro, mejor/peor se lo pensará un poco. Y optará por piarlo para alegría y retweeteo de todos sus inmóviles seguidores y enterrados vivos. Esos cuyas máquinas ya se han detenido aunque –cortesía de sus maquinitas– no se hayan dado cuenta de ello. Aún.