Reinita del foodporn, la artista multimedia Stephanie Sarley, ha rodado cantidad de clips mostrando mitades de limas, limones, ananás, melones, kiwis, pomelos, mandarinas, duraznos, naranjas, papayas, frutillas. Con precisión de amante, sus dedos habilidosos acarician, frotan, pinchan las pulpas, para luego entrarles, rezumando sugerentes néctares en una explosión de placer visual. Para grabar cada video, la creadora elige a sus “modelos” paseándose por mercados de California, Estados Unidos, buscando ejemplares “que idealmente den juego, salpiquen; porque aunque no quiera dañarlos, tengo que estrujarlos un cachito”. “No pueden ser demasiado firmes ni demasiado maduros”, detalla la muchacha que lleva dos años metiendo el dedo en la fruta, para deleite de sus más de 300 mil seguidores de la comunidad online. El asunto ha trascendido el fenómeno viral, sin embargo, la mera moda pasajera: solo en estos últimos meses, ha expuesto Sarley en museos de Leipzig y Países Bajos, y actualmente exhibe su obra en el Museum Der Dinge de Berlín. 

“Estos videos son básicamente sobre la personificación y el empoderamiento de las vaginas a través del humor y el absurdo, y sobre la visibilización y aceptación de la sexualidad femenina en general. En tanto mi obra representa la feminidad en forma cruda, también explora espacios de incomodidad y ansiedad”, explica la muchacha, tan ducha en maniobrar insinuantemente sus frutales (en ocasiones, vegetales) símbolos yónicos que muchas voces la aclaman la auténtica soberana del fingeringfruit. O del fruitsquirting, de cara a piezas más recientes que la tienen apretando suavemente uvas y cerezas, amén de que lancen el chorro providencial. “¿Te comés las frutas después de grabar un clip?”, inquirió un periodista a la estrella virtual, y ella: “Si está fresca, por supuesto. La gente que me acusa de desperdiciar comida está buscando excusas para quejarse.” 

“En 2015, cuando Instagram cerró mi cuenta tres veces en un mes, comencé a imaginar cómo podía antropomorfizar la desnudez y la feminidad de una manera surrealista para desafiar la censura de Internet y ver hasta dónde podía llegar”, recuerda la joven estadounidense, que lidia hoy con el plagio y las infracciones de derecho de autor a mansalva, consecuencia de la cultura de la memeficación. Y con críticas tan tontolonas como las que le han dispensado indignados en redes, que han puesto en el cielo al son de “¿¡Pero esto es consensual!?”. En fin… Sarley, por cierto, tiene en su haber otras series temáticas: “Crotch Monsters, dibujos antropomorfos del órgano sexual femenino, y Orcunts, representaciones caprichosas de vulvas como si fueran flores”, en sucintas palabras del sitio Vice.

“Desde el mito fundacional de Eva y el fruto prohibido, las mujeres y los alimentos han sido un tema recurrente en la historia del arte, la religión y la mitología. Y eso, de más está decir, afecta al arte contemporáneo. Con mi trabajo, parodio la domesticidad, la hipersexualizacion, la cultura porno. Lo hago desde el ‘fetiche alimenticio’; las frutas, en particular, tienen un extraño parecido con la forma humana”, ofrece Sarley. 

En consonancia, señala la crítica de arte inglesa Philomena Epps que las asociaciones eróticas entre la comida y el cuerpo femenino han prevalecido a lo largo de la historia del arte: “La Venus de Urbino de Tiziano y La gran odalisca de Ingres, por caso, se reclinan pasivamente en sus sofás, listas para ser consumidas por la mirada masculina como si de una manzana reluciente en una pintura de bodegón de los Viejos Maestros se tratase”. Fast foward a las décadas del 60 y 70, con el auge de las prácticas artísticas feministas, cuando mujeres pioneras subvierten y desestabilizan esas asociaciones para hablar de problemáticas específicas de género y apropiarse de la representación de su propia desnudez, erotismo y sexualidad a través de comidilla varia. Ningún berenjenal; menos que menos, una ensalada de fruta… Carolee Schneemann lo hace con su histórica performance Meat Joy (1964), acción orgiástica donde un grupo de personas en paños menores bailan, juegan, se revuelcan entre pescado crudo, pollos descabezados y salchichas, conjurando lo que la propia artista llama “un rito erótico: su propulsión es hacia lo extático, alterando entre la ternura, lo salvaje, la precisión, el abandono; cualidades que en cada momento pueden ser sensuales, cómicas, gozosas, repulsivas”.

Con su cortometraje mudo Consumer Art, de los 70, la polaca Natalia LL (Lach-Lachowicz) invita a las jóvenas a empacharse de alimentos sugerentes (bananas, salchichas, helados, gelatina), evocando al cine porno con sus movimientos provocativos, sosteniendo frente a cámara una mirada que oscila entre la seducción y la ironía; invirtiendo así la dinámica de cosificación: aquí son ellas las que dominan la situación, comedoras de hombres en vez de objetos pasivos para el placer masculino. Manos de mujer manipulando frescas alcachofas y turgentes choclos, vívidos salmones y sabrosas langostas, por mencionar algunos bocados que recuerdan a la genitalia masculina y femenina, son pintadas por la controversial estadounidense Marilyn Minter en su serie 100 Porn Food, irreverentemente erótica, que ilustra cómo aun los temas más mundanos disparan la idea fija en los humanos, devenidos voyeurs. Distinto, por cierto, es el uso que da Cindy Sherman a la comida en algunas fotografías de su serie Disasters, de los 80s, donde alimentos podridos –incluso vomitados– aparecen en composiciones siniestras y grotescas que insinúan distintos horrores posibles; entre ellos, una violación. 

Ergo, Sarley no ha salido de un repollo: se inserta en una tradición artística feminista que ha sabido sacarle jugo y pulpa a alimentos varios, sin desatender a las semillas –que posiblemente germinen en forma de nuevas composiciones de nuevas artistas en un futuro probable–.