“Hay que ser humilde con la creatividad y elegante en el éxito”. A lo largo de dos horas, Quincy Jones irá desgranando máximas de esa categoría en un documental recientemente estrenado en Netflix, titulado sencillamente Quincy. El hombre no requiere más presentación: es el productor musical más importante del mundo, pero aun esa definición le queda demasiado apretada. Quincy Jones es más que alguien que “produce”, supera el estatus de “arreglador”, y si bien –como se verá– un aneurisma nos privó de ese fantástico trompetista que supo ser en sus años de juventud, su persona va más allá de la definición de “un músico”. Quincy Jones ha sido un visionario, una figura capaz de unir mundos disímiles bajo un mismo paraguas: casi un estadista de la música. Debe existir un consenso unánime en torno a que cualquier reunión de músicos sería presidida por él, aun a su pesar. De Lionel Hampton a Kendrick Lamar, Quincy Jones ha sido un fino arquitecto de la música negra, que también dejó su huella en el trabajo de artistas como Frank Sinatra, que le regaló su anillo de oro y que Quincy no abandona ni siquiera en un quirófano. Y el documental muestra que ha visitado varios. 

Producido por Jane Rosenthal, y dirigido por una de las hijas del protagonista (Rashida Jones junto a Alan Hicks), Quincy cuenta la historia de un sobreviviente que sigue en batalla aun cuando las probabilidades biológicas del ser humano, a los 85 años, conspiran en su contra. Le limitaron los viajes a Europa, le quitaron el alcohol, le acotaron su frenético ritmo laboral, pero no le podrían sacar –sin quitarle la vida– la música. A los siete años perdió a su madre, a la que se llevaron en una camisa de fuerza; su figura, que se tornaría el lado oscuro de la fuerza en la biografía de Quincy, cada tanto volverá para atormentarlo. Jones recuerda con claridad uno de esos primeros encontronazos, porque estaba tocando por primera vez en el célebre Birdland, acaso el club fundamental del jazz que Charlie Parker inauguró en 1949, y que para un oriundo del sur de Chicago como Quincy Jones significaba una sucursal de La Meca. Se encontraba por iniciar su show cuando su oído detectó la frecuencia inconfundible de la voz de su madre, exigiendo que la dejaran entrar. “Ella no era alguien que fuera a pasar inadvertida”, se resignó, debiendo aceptar que su momento de gloria iba a empañarse. Pero la vida habría de recompensarlo con otros momentos de pura luminosidad. 

Quincy Jones tiene en su larga lista de condecoraciones algunas medallas imposibles, como haber producido el disco más vendido de todos los tiempos: Thriller de Michael Jackson. Cualquier cineasta hubiera considerado esa situación como un instante definitorio en la biografía de Jones, pero en el documental parece cercada para evitar un desborde que afecte a la totalidad de una historia que supera con creces esa afortunada estadística. El mismo tratamiento se aplica a la grabación de “We Are The World”, la canción de USA For Africa, que Quincy Jones produjo y que generó más de 60 millones de dólares para intentar paliar el hambre en el continente. Por el otro lado, los incidentes médicos proliferan y se cuentan con lujos de detalle  una operación craneal -en 1974, para reparar dos aneurismas-, y dos internaciones de urgencia ya en la tercera edad, con cámara instalada en terapia intensiva. Innecesariamente se buscó dotar al relato de dramatismo, o subrayar el carácter de sobreviviente de Jones, que justamente resistió a la enfermedad más letal de todas: el desamparo de niño. Si bien su padre, un carpintero que trabajaba para la mafia, le dejó un buen recuerdo y muchas enseñanzas –que Quincy no se privará de contar-–, la ausencia de su madre le hizo el campo orégano para una prematura vida gangsteril. Para escapar, de las pandillas y de aquella mujer con demencia precoz, el padre ideó un remedio heroico y mudó a su familia a Seattle. Las fechorías de Jones continuaron allí. “Forzamos la puerta de una armería”, recordará Quincy. “Entramos y ahí me encontré con un piano. Esas doce notas me salvaron la vida”.

“Hola, soy Quincy Jones, toco la trompeta y quiero componer”, fue el saludo con el que se presentó a Ray Charles cuando éste tenía dieciséis años y Quincy apenas catorce. Dos desamparados unieron fuerzas y forjaron una alianza poderosa de por vida. Pero fue el genial Lionel Hampton quien lo llevó por primera vez a una gira de 70 fechas. Luego se puso a escribir arreglos para todo aquel que le pagara una mísera cifra; uno de los hallazgos más simpáticos del documental es cuando Quincy encuentra aquel cuaderno en el que anotaba los nombres de aquellos clientes y los habituales doce dólares que solía cobrar por un trabajo que más adelante valdría millones. “Entre Ray Charles y Frank Sinatra, aprendí a vivir”, se ríe Jones en el documental y no miente; la carrera se le abre de par en par cuando atiende un llamado telefónico de Frank Sinatra invitándolo a que sea el arreglador de su próximo disco en colaboración con Count Basie y su orquesta. “It Might as Well be Swing” fue uno de los trabajos más extraordinarios hechos por Sinatra en un estudio, el que decidió continuar con todo el equipo en Las Vegas, donde el racismo hacía que los músicos de color pudieran brillar en el escenario, pero los obligaba a comer en la cocina, dormir en los hoteles de las afueras y no aparecer por el casino. De acuerdo con Quincy, Sinatra impuso su voluntad y estatura para cambiar esa ignominia para siempre.     

“Luego, el dinero, el trabajo y las mujeres vinieron juntos, y yo lo acepté todo”, reconoció Quincy. Para entender la verdadera implicancia de esta oración, habrá que ver el documental en donde él mismo cuenta como le fue con todas esas cosas. El consejo oportuno del legendario Count Basie, a quien consideró como un padre, le valió de guía: “Quincy, aprendé a lidiar con los valles, que las montañas se cuidan solas”. Resulta apasionante ver cómo asimiló esa lección.