Nada más apropiado para un relato que parte de la necesidad de ser traducido a otro idioma que el doble título original en eslovaco y alemán, condición ligada, a su vez, a dos de los países coproductores. La película del experimentado realizador Martin Sulík comienza con una breve secuencia en Viena, casi como si se tratara de un cuento de espías de la Guerra Fría. Luego de bajar del tren que lo trajo a la ciudad y beber un coñac con algo de nerviosismo, Ali Ungár, de profesión traductor profesional, se acerca a un distinguido edificio de departamentos con la intención de amedrentar (posiblemente herir o matar) a un ex miembro de las SS, responsable de la muerte de una parte de su familia durante los años de la Segunda Guerra. Pero quien atiende la puerta es Georg, su hijo, un hombre de unos setenta años –algunos menos que Ali–, quien muy rápidamente transmite la novedad: su padre ha muerto. Todo parece indicar que la misión ha llegado a su fin. Días más tarde, ya en Bratislava, Georg reaparecerá en la vida de Ali con una propuesta clara y directa: hacer las veces de intérprete en una búsqueda de registros y relatos en aquellas zonas donde su padre ejerció el poder de policía nazi, además del de juez y ejecutor.

Extraño caso el de El intérprete, un film que se pasea por las agradables y mansas aguas de la geronto-comedia (todo un subgénero del cine contemporáneo, muy popular por cierto) para ir acercándose cada vez más al drama personal y colectivo, consecuencia directa de los terribles hechos del pasado. Al comienzo, el austriaco y el eslovaco, absolutos desconocidos, toman las rutas hacia el interior del país. El tono de la conversación, las notables diferencias de carácter entre ambos (Ali es circunspecto y grave, además de viudo; Georg un bromista empedernido y alguien todavía muy interesado en el sexo opuesto) y un chiste sobre una cremallera baja anticipan el tono de la primera porción de la historia, en parte road movie, en parte comedia de opuestos, en parte retrato costumbrista. Para ello, Sulík cuenta con dos histriones de carácter: el gran realizador y actor checo Jirí Menzel –cuya filmografía en los años 60 se transformó, con justa razón, en una de las más importantes del cine de los países de Europa del Este– y el comediante austríaco Peter Simonischek, visto recientemente en la gran Toni Erdmann, precisamente en el rol titular.

Es la química entre Menzel y Simonischek lo que hace funcionar el balance entre tonos y temas aparentemente tan opuestos, apoyada por una caracterización más compleja de lo que una primera impresión puede dar a entender. No todas las instancias de humor funcionan de igual manera (la cama matrimonial compartida, la breve aparición de unas máscaras grotescas: gags un tanto gastados por el abuso), pero una secuencia aparentemente inocua en un bar da a entender, de forma transparente, que detrás de las cáscaras se esconden capas más profundas: Georg podría ser un hombre más frágil y melancólico que Ali; incluso menos feliz, a pesar de las apariencias. La visita a un pueblo con pasado trágico y el encuentro con nuevos personajes –entre ellos, la hija de Ali, interpretada por Zuzana Mauréry, protagonista de La maestra– dan inicio a un cambio de registro, más sombrío, subrayado por la constante aparición de la machacona partitura de Vladimír Godár. La vuelta de tuerca final, innecesaria, no parece creada para resignificar todo lo visto y oído como para reforzar la gravedad del tema que une a los personajes, sus historias familiares, borrando con el codo una parte de lo escrito con la mano. En ese sentido, lo mejor que tiene para ofrecer La intérprete son sus ligeros apuntes humanistas, la posibilidad incierta de una sanación –parcial, al menos– de las heridas infligidas por las generaciones pretéritas.