Para la épica mainstream, en una línea que va de La Odisea a Game of Thrones, el arquetipo del héroe es siempre el griego, por un amarre que es histórico al punto de que arquetipo y héroe son conceptos embrionalmente griegos. No obstante, los videojuegos habían recurrido permanentemente a Grecia sin habilitarnos a tener esa experiencia integral de una gesta heroica, a vivificar una historia apócrifa que nos convirtiera en Jason, en una heroína o en un héroe que mejorara el mundo que le es dado y que no solo debiera luchar en una arena contra reptilianos primitivos o comandar tropas griegas contra chinas en un táctico en tiempo real. Hasta que llegó Assassin’s Creed Odyssey. El que quiera otro de la saga de Ubisoft tiene acá su entrega más larga y ancha, con mejoras, variaciones y un roleo subrayado donde la selección del equipamiento y del desarrollo, jugar proactivamente y las decisiones ante conversaciones y pedidos modifican atmosféricamente la historia, algo que se viene haciendo costumbre en las grandes sagas y que contribuye a la especificidad de los videojuegos como arte ante el cine, por caso. Y el que además pretenda “jugar Grecia”, tiene una bomba. El archipiélago es enorme y diverso; hay guaridas ultra gore, manantiales, estatuas colosas, burdeles y piras donde tirar a los enfermos por la peste. Las comunidades están vivas, interactúan, comercian, pasean, roban y se traicionan. El mundo luce nuevo, fresco, celeste, verde, fecundo, porno soft. Sos Kassandra o sos Alexios. La profesión mercenaria y la regionalidad espartana son las mismas. Te piden cosas, flashás otras y embarcás –literalmente, en una galera– una travesía que te lleva a recorrer las islas unificando los territorios, descubriendo un mundo fascinante y encantador que rodea lo que en definitiva igual es un juego de acción y exploración donde hay que espadear todo el tiempo y esprintar todo el tiempo, elegir tu caballo, tus sandalias, tu arco, tus aceitunas y salir a conquistar lo tuyo, que es Grecia y que es el heroismo.