A mediados de los años 50 –edad de oro del melodrama hollywoodense– la Warner presentó la primera remake de una película de los 30, de cuyo guion había participado la sofisticadamente viperina Dorothy Parker: Nace una estrella. Esta segunda versión la dirigió el sensible y exquisito George Cukor, la protagonizaron una rediviva Judy Garland y James Mason y la fotografió un maestro poco conocido llamado Sam Leavitt, que hundió en la oscuridad el rechinante Technicolor de la época. El resultado fue una obra maestra desesperada, en la que el deseo de muerte es tan imperioso como la destructividad de la maquinaria hollywoodense. Se la reconoce como la mejor de las cuatro versiones de aquella historia original de 1937, contando la que ahora presenta Bradley Cooper, haciendo su debut como realizador y reservándose el protagónico masculino, mientras Lady Gaga asume su primer papel de importancia en cine. Estamos en octubre, y en dos meses cierran las candidaturas al Oscar. ¿Alguna ambición en ese sentido? Sin duda, y enseguida se verá por qué.

En primer lugar está, justamente, el efecto melodrama, que encoge el músculo al que Hollywood más corteja, y el que menos vale en sus oficinas y bulevares. Luego, lo que permite el melodrama: actuaciones visibles, extremas, llenas de dolor y colirio. Que son las que más les gustan a académicos y a muchos espectadores. Y además, la ventaja de que se trate de un melodrama musical, lo cual permite que todo lo anterior ocurra entre escenarios y canciones, cuestión de disfrutar un poco también. ¡Y encima con el debut de una cantante a la que conocemos todos! De los dos debuts, el de Bradley Cooper (protagonista de ¿Qué pasó ayer?, El lado bueno de las cosas y Francotirador, entre otras), como coguionista y realizador, es técnicamente correcto: podrá seguir haciéndolo. A su turno, Stefani Joanne Angelina Germanotta (okey, Lady Gaga) desparrama carisma y de ella depende iniciar o no una carrera paralela a la de cantante pop. Muy astuta, la celebrity que hizo del disfraz su marca diferenciadora ahora hace de la carencia absoluta de máscara su nueva identidad artística, mostrando a pleno su nariz italiana, convirtiéndola incluso en motivo de autoburla.

La historia de Nace una estrella es básica y conocida. Actor o cantante consagrado (según la versión de la que se trate; en este caso Cooper es un famoso cantante country-pop) descubre a actriz o cantante amateur (esto último en las tres últimas versiones), la apadrina, ella ingresa al show business y se convierte en superestrella. Al mismo tiempo que ella asciende, él, que siempre tuvo problemas de alcoholismo, hace el viaje contrario (un Freud aquí) y el melo va derivando a tragedia. Ahora bien, para que el melodrama trascienda a la historia, y eso es lo que sucedía con la versión-Cukor, tiene que sonar a cuestión de vida o muerte (más allá de que la puesta en escena sea de una exquisitez versallesca). Porque de eso se trata: de vida o muerte. Acá Cooper se pide un whisky y es como si pidiera una naranjina: no hay sensación de riesgo, de muerte, de destrucción, todo da la sensación de ser solucionable. Y sucede que no lo es.