Uno

Tengo una manifiesta debilidad por los personajes que rompen el molde de sus vidas. Los que huyen, los que se reinventan, los que se vuelven otros o los que buscan ser aquello que alguna vez pudieron ser. Muchos de mis personajes más queridos —los que escribo, los que pienso, los que leo— de una forma u otra, pasan o pasaron por este trance.

Hace un tiempo leí una entrevista en la que Amélie Nothomb decía que ella escribe sobre la identidad. Era una novela de amor. Para Nothomb, sin embargo, el tema que sobrevolaba la novela era la identidad. “Una de las claves del amor es la búsqueda de la identidad. De la identidad propia y la de la persona que amas. Nunca encuentras la identidad de nadie si no lo conoces a fondo, y la mejor manera de conocer a alguien profundamente es mediante el amor.”

Pero, me permito agregar, el conocimiento propio —o del otro—, no es nunca una revelación definitiva que los personajes alcanzan. Lo que las búsquedas revelan, si acaso, es que las identidades no son nunca definitivas ni únicas. Las identidades son siempre muñecas rusas. En ese salto entre muñecas, en ese devenir de formas que se contienen, a veces hay una historia. O hay toda una historia para llegar a ese momento. Personajes que gozan de buena salud, con techo, comida y confort, de golpe pueden acabar librados a su suerte, buscando qué comer en callejones oscuros. Hay una especie de cuestionamiento general sobre la estabilidad de las esencias: nada ni nadie es definitivo. Las cosas y los hombres no son, sino que devienen.

 

Dos

Hay una serie limitada de argumentos de los que se ocupa la narrativa. Desde hace siglos, venimos contando las mismas historias: el viaje de regreso al hogar es siempre una variación de la Odisea, la búsqueda del tesoro es la historia de Jasón y los argonautas, y así. En la narrativa audiovisual están tipificados: algunos autores hablan de 21 argumentos, otros de 36. Uno que nunca falta es el de la huida del hogar. De las variaciones de este argumento universal, me gustan particularmente las historias de personajes que asisten a un momento revelador o una epifanía que pone su vida patas arriba. Me gusta, sobre todo, cuando eso es tan sutil que podría haber pasado desapercibido para cualquier otro, pero que al personaje lo pone ante el mismísimo mecanismo de la vida. Y de golpe todo encaja —o todo lo contrario— y huir y empezar de nuevo es la única alternativa posible. La parábola de Flitcraft que narra Dashiell Hammett en El halcón maltés o la adaptación que hace Sidney Orr, el personaje de La noche del oráculo de Paul Auster, son acaso el paradigma de evento al que me refiero: una viga que cae desde lo alto, una mampostería suelta, una maceta que podría haberle partido la cabeza, el accidente al que se sobrevive de milagro. La noción repentina de que toda vida está librada al azar y que el azar puede acabarla en cualquier momento. Entonces sobreviene el replanteo y a veces se impone eso que pensamos en instantes de desconsuelo, frustración o delirio: desaparecer, convertirnos en otro, saltar fuera de nuestra propia identidad, empezar de nuevo en algún paraje remoto.

El episodio Flitcraft le sirve a Sidney Orr, el escritor bloqueado de La noche del oráculo, para crear un personaje que huye y en su huida vuelve a nacer. El episodio Flitcraft me sirvió para recuperar un episodio al que había asistido —la muerte repentina, o la posibilidad de una muerte repentina en medio de un almuerzo en un bar— y usarlo para que pusiera a uno de mis personajes en marcha y lo convirtiera para siempre.

Me gustan los personajes que huyen, los personajes que salen a buscar, tienen contradicciones, fallan, pierden, fracasan, a veces triunfan. No creo en los personajes estáticos, en los personajes que permanecen inalterables. Aun cuando una novela cierre nada se vuelve definitivo. Un personaje que no se transforma o ha vivido una transformación es un personaje a medias, sin humanidad: una figura de cartón que apenas cumple función como decorado.

 

Tres

Dice Auster, en Trilogía de Nueva York:

“Un paraguas no es sólo una cosa, es una cosa que cumple una función, en otras palabras, expresa la voluntad del hombre. Cuando uno se para a pensar en ello, todos los objetos son semejantes al paraguas, en el sentido de que cumplen una función. Ahora, mi pregunta es la siguiente: ¿qué sucede cuando una cosa ya no cumple su función? ¿Sigue siendo la misma cosa o se ha convertido en otra? Cuando arrancas la tela del paraguas, ¿el paraguas sigue siendo un paraguas? Abres los radios, te los pones sobre la cabeza, caminas bajo la lluvia, y te empapas. ¿Es posible continuar llamando a ese objeto un paraguas? En general, la gente lo hace. Como máximo, dirán que el paraguas está roto. Para mí eso es un serio error, la fuente de todos nuestros problemas. Puesto que ya no cumple su función, el paraguas ha dejado de ser un paraguas. Puede ser que parezca un paraguas, puede que haya sido un paraguas, pero ahora se ha convertido en otra cosa. La palabra, sin embargo, sigue siendo la misma. Por lo tanto, ya no puede expresar la cosa. Es imprecisa; es falsa; oculta aquello que debería revelar. Y si ni siquiera podemos nombrar un objeto corriente que tenemos entre las manos, ¿cómo podemos esperar hablar de las cosas que verdaderamente nos conciernen? A menos que podamos incorporar la noción de cambio a las palabras que usamos, continuaremos estando perdidos.”

 

Cuatro

Entonces pienso que los autores, a veces, tenemos que despojar de tela los paraguas de los personajes. Transformar las cosas y largarlos bajo la lluvia con los inútiles radios abiertos para ver qué pasa cuando se enfrentan a esa revelación. Qué pasa cuando la palabra ya no sirve ni siquiera para nombrar.

Ahí, a lo mejor, ante lo que no se puede expresar, ante la imprecisión, otra cosa —algo nuevo— se revele por fin.

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